Mi derecho en la sala de clases
Aparentemente hoy en día la forma en que nos vemos y vestimos las mujeres está bajo el escrutinio de quien desee criticar como nos vemos. Desde qué tan corto o largo es nuestro vestido, hasta cuánto de nuestro escote estamos dispuestas a mostrar es un tema.
En todo ámbito estamos sujetas al juicio de quienes han decidido que las mujeres debemos vestirnos y comportarnos de cierta manera para ser respetadas. No hace mucho una profesora de la Universidad nos decía que para ser profesoras debíamos vestirnos de cierta manera y actuar de otra. Nunca la entendí hasta que llegue, efectivamente, a hacer clases en un colegio. Muchas veces lo sentí más como un Miss Universo que como otra cosa.
No pensé que por pensar diferente y tener pasatiempos parecidos a lo de mis imberbes alumnos sería calificada como mala profesional. Nunca esperé tampoco que el comentario viniese de alguien tan cercano como mi propia profesora guía, quien expresó que era impensado que yo hablase de temas como videojuegos y conciertos con mis alumnos.
Sin embargo los profesores hombres tenían la libertad de tener alumnos en Facebook, hablarles de lo que quisieran e incluso que se les escapase uno que otro garabato dentro de la sala de clases. ¿Por qué conmigo era diferente?
Estas cosas son las que me desaniman de mi profesión, porque pese a que uno va con todas las ganas, es casi imposible introducir un cambio significativo en las aulas. Muchos dirán que cada granito cuenta, pero creo que así no se ha avanzado mucho en los últimos años. Me es completamente increíble que por el solo hecho de tener interacción virtual con los estudiantes (aunque sea un mísero mail con dudas) sea indicativo de que claramente los quiero violar. Cualquier indicio de que uno quiere más que sólo ayudarlos con una tarea.
Es irrisorio, siendo que profesores hombres tenían a cursos enteros en su Facebook personal, incluso les habían facilitado su número de celular en caso de que ‘algo pasara’. Me da rabia y pena, porque no quiero ser el estereotipo de profesora suavecita que apenas levanta la voz y se viste bonito, no quiero seguir replicando el modelo en donde la profesora tiene que ser rica o se le estigmatiza por cualquier defecto que tenga; la coja, la chica, la fea, el aborto de culebra y otros motes que he escuchado de los mismos alumnos.
No es justo tener que estar siendo juzgada no sólo por mi calidad profesional, sino también por cómo me veo y cómo me comporto. Lo reconozco, no soy conocida por mis modales de la realeza, pero tampoco fui criada por lobos y aún así en el colegio corría el rumor de que era lesbiana por no ser ‘tan delicada y damita’ como mi otra compañera.
No tengo nada que probarle a nadie y aún así el sistema me obliga a validarme de formas horrendamente estereotipadas. Por pelear me vi obligada a dejar la práctica, porque no estaba dispuesta a sacrificar mi opinión y mi forma de ser por ceñirme al programa de un colegio que valora más la imagen que lo que verdaderamente puedes entregarle a los alumnos. Especialmente porque no estoy dispuesta a subestimar a mis alumnos, bajando los niveles porque ‘los pobres niños no pueden más’.
Si de algo estoy segura es de lo que quiero transmitir cuando me titule, pelearé por el derecho de ser auténtica en la sala de clases, sin esconderme tras un disfraz de profesora seria y aburrida, que no tiene una vida, ni experiencias ni nada que compartir con sus alumnos. Y especialmente quiero mi derecho a vestirme a mi manera, sin tener que validar mi calidad de profesional por el largo de mi vestido o por el color que decido tener de pelo.
Me sentí identificada con algunas partes del artículo Cuando comencé a dar algún curso en la universidad, una de las primeras advertencias que recibí es que debía “comprarme ropa nueva”. Porque me visto principalmente de negro, porque mi maquillaje es “un poco” exagerado o porque me gustan las faldas a cuadros… no se cuál fue el motivo principal, pero recibí ese comentario. Sin embargo en ese momento pensé que el comentario tenía sentido, dado que la facultad en la que comenzaba a dar clases tenía fama de ser “un poco cuica” entre otras cosas y que, por ende, corría el riesgo de que mis estudiantes no me respetaran por mi modo de vestir (¿?).
Durante las primeras dos clases me tomé la molestia de arreglarme como persona “normal y decente”. Luego decidí que merecía respeto suficiente sólo por el hecho de ser un ser humano, además de haberme ganado legítimamente el derecho a hacer clases en la universidad, y dejé de preocuparme del asunto. La tercera clase fui con bototos y como siempre. Y, desde entonces, nunca dejé de vestirme como me ha dado la regalada gana. No se trata de ir con la ropa llena de hoyos o sin bañarme, pero eso de ser la profesora quitada de bulla y con traje de dos piezas color palo de rosa sencillamente no coincide con mi personalidad.
De esto han pasado 3 o 4 años, sigo dando clases en la misma universidad y en alguna otra universidad más y todo ha ido bien. Todavía me visto de negro algunas veces, me sigo maquillando como siempre, doy ejemplos en clases sobre recitales de Iron Maiden y alguna que otra vez he soltado alguna palabra inadecuada, y nada malo ha pasado.
Espero que tu camino docente sea feliz y auténtico. Cada vez que leo en mi evaluación docente que “a la profesora se le nota que le gusta mucho lo que hace” vuelvo a sentirme feliz, y cada vez que alguien menciona que “la profesora es muy humana” me siento realizada.
En fin, espero disculpes que haya usado tu espacio para un desvarío personal, pero realmente me nació. Un abrazo