Me despidieron por Zoom

Ilustración de DaniaDumi (@daniadumi en Instagram))

“Yo sé que suena distópico, pero esta es la realidad que habitamos”, escribí en una nota del celular cuyo pantallazo compartí en un par de historias de Instagram, para explicar que me habían desvinculado del trabajo por internet. A través de Zoom, para ser precisa. Zoom, el sistema creado por el multimillonario Eric Yuan, que sirve para tener videoconferencias múltiples y que la pandemia puso de moda. 

Las salas de chat virtuales de la app se han popularizado entre autoridades, dueños de empresas —que en Chile tienen un particular sinónimo—, entre mi mamá, sus colegas, mi psicóloga y nosotres, sus pacientes. No solo ofrece 40 minutos de uso gratuito, si no también la posibilidad de elegir un fondo para las conversaciones, lo que la hace muy lúdica. Su uso se ha masificado, pero también sus problemas de seguridad son más visibles. La gallina de los huevos de dólares de Yuan, cuenta entre sus defectos que las URL de las llamadas no son encriptadas, sino aleatorias, por lo que personas no invitadas a las reuniones pueden entrar sin problemas, como hombres que ingresan para masturbarse en público. Además, en algunos casos, la app continúa usando la cámara web de los dispositivos aún después de ser desinstalada.

La Fundación Datos Protegidos advirtió del riesgo de su uso en un hilo de Twitter, debido al tratamiento “poco pulcro” de la privacidad y datos personales. Entre las fallas mencionan que los videos y el sonido no son cifrados, por tanto cualquiera puede espiar las reuniones; también facilita el envío de malwares; y se ha comprobado que filtra los datos personales de les usuaries a Facebook, aún cuando no tuvieran cuentan allí, lo mismo con LinkedIn. Pero dale, usémosla para el teletrabajo, o home office. 

Era martes, pero me desperté pensando que era domingo. En cuarentena todos los días se parecen. 

Me duché, me vestí, me pinté la boca roja y me tomé una selfie con la gata. Tuve una pauta por Zoom a las 9:30, como todos los días durante las tres semanas en que el sillón pasó a ser la oficina y el departamento que habito, se volvió cada vez más pequeño.

Propuse un tema, me lo aceptaron y durante la mañana trabajé en eso, buscando información y contactando fuentes. Estaba entrevistando, cuando uno de mis jefes me llamó por teléfono. Terminé, lo llamé y dijo que me uniera a una reunión por la famosa plataforma. Antes de presionar las letras azules que me llegaron por Whatsapp Web, le comenté a una compañera del encuentro para saber si estaríamos todes. Ahí supe que los dos jefes me habían convocado solo a mí. 

La relación laboral va a quedar hasta acá, declaró uno. 

No es por rendimiento, es por la economía, aseguró el otro. 

Más rápido de lo que hubiera querido, comenzaron a caer lágrimas en el teclado del computador y se empañaron mis lentes. Mientras intentaba alcanzar una servilleta para limpiar mis mocos, ellos dijeron que: 

1. lamentaban que fuera por esta vía. Ok, boomer.

2. no era producto de mi desempeño. Yap.

3. sabíamos que la cosa no andaba bien en la empresa. Yo eso no tenía cómo saberlo.

4. los clientes aquí y los clientes allá. Yap otra vez.

Hace meses publiqué una nota acerca del teletrabajo, de la realidad en otros países, del proyecto de ley del gobierno que pretendía establecer algunas cosas, pero que bien podía ejercerse de acuerdo al Artículo 22 del Código del Trabajo, por voluntad del empleador. Algunos expertes no recomiendan la modalidad de trabajo remoto, porque refuerza prácticas antisindicales, no garantiza que el espacio, ni las condiciones para el trabajo sean óptimas; ni mucho menos que se respeten los horarios. Hace unos días leí sobre decretos en Italia y en Argentina, que se crearon para evitar los despidos masivos por el coronavirus. Hace tan solo unas horas, había tratado de entender la improvisada ley de protección al empleo promulgada esta semana en Chile. Viví las noticias que debí titular.

Asentí con la cabeza ante la pantalla, a las caras de nada de los hombres que tenía al otro lado y pregunté cómo proceder con los trámites. El jueves está listo tu finiquito, dijeron. Pero ¿cómo si estamos en cuarentena total? Los dos terminaron disculpándose y ofreciéndose para recomendaciones. Agradecí la oportunidad que me habían dado al contratarme de forma indefinida, porque soy educada y, porque la precariedad laboral es eso: das gracias cuando te contratan. Corté. Le escribí a mi polola y a mi mejor amiga. Llamé a mi mamá, me acosté y lloré.

Lloré de rabia.

En la noche publiqué un pantallazo de una nota de mi celular y la foto que nos tomé con la gata más temprano, para contar que me habían despedido por Zoom. Varias personas preguntaron si era cierto, o si estaba escribiendo un cuento. Sonaba inverosímil, sonaba desconcertante. No las culpo, tal vez temieron por sus propios trabajos.

El tututú del módem conectándose al teléfono lo conocí como en quinto básico, un privilegio del que fui consciente cuando crecí. A veces mi mamá me daba permiso un rato para navegar, tiempo que usaba bajando fotos de Harry Potter y que guardaba diskettes. Casi nadie tenía internet en los 90, hoy también. En la primera parte de los 2000 usé MSN, Fotolog, MySpace y Ares. Me acostumbré a la instantaneidad, a chatear hasta tarde, a escribir rápido y a ser “multitasking”, una cualidad ridícula que piden en algunas pegas. En las vacaciones me iba a la casa de mi abuelo, en Yungay, pero no había banda ancha, escaseaba la señal de celulares y todavía ocurre en sectores rurales. Aunque la ciudad no se libra de esto. Es simple: la plata no alcanza y hay que priorizar las necesidades básicas. La brecha digital sigue existiendo, muches niñes no pueden hacer su tareas, profesores no tienen herramientas, otres no pueden emplear los test digitales para identificar los síntomas del coronavirus, porque menos de la mitad de la población en Chile aún no cuenta con conexión a internet en sus hogares. 

Pese a esto, la distopía de ser despedida vía online no era tan improbable, que sucediera en el contexto de una crisis sanitaria, sí que lo fue. Al día siguiente supe que en otros medios habían hecho lo mismo con sus trabajadores, por la misma app, o por teléfono. 

Recibí una carta de aviso por mail, invocando el Artículo 161, o “Necesidades de la empresa” y, detalla que, la razón que justifica la decisión de prescindir de mis servicios se debía a la pandemia por covid-19. En paralelo, se anunciaba la promulgación la ley de protección al empleo, que en teoría no permite despidos desde el 18 de marzo (cuando se declaró estado de catástrofe). Le pregunté a amigas abogadas qué podía hacer, pero me aconsejaron que firmara el finiquito, recibiera mi plata y escribiera de puño y letra que me reservaba el derecho a demandar. Al parecer es ilegal que te despidan por necesidades de la empresa, pero si la ley no está en el Diario Oficial, no hay mucho que podamos hacer. Por suerte estaba contratada, por suerte mis cotizaciones están al día, por suerte decidí no tener hijes, ¿por suerte? Otres no corren la misma suerte.

El jueves fui a firmar el finiquito, a pesar de que tenía que cubrir el turno de la conserjería en mi edificio, y porque me presionaron diciendo que la notaría iba a cerrar quizás-hasta-quién-sabe-cuándo. Corrí riesgos y no facilitaron en nada el proceso. Llegué y la persona que me habían dicho por mail que debía atenderme, no existía, me habían dado mal el nombre. Luego de un rato llegó la gerenta de la empresa, a quien nunca había visto en los siete meses trabajados. Escribí la cláusula entre el último párrafo y mi firma, y ella preguntó si estaba “anotando mis derechos”. 

¿Se puede saber por qué?, se atrevió. 

Contesté y seguí en lo mío. Me entregaron el papel y en cosa de minutos, el mes de aviso y las vacaciones estaban en mi cuenta. Qué fácil es que te echen, pero por la cresta que cuesta encontrar trabajo estable.

Me sentí desamparada. Mis planes, cualquier tipo de planes, se iban a la mierda y yo pasaba a ser un número más en la lista de despidos como consecuencia del corona en el mundo. Mientras se me quebraba algo en medio del pecho, recibí mensajes de ánimo, notificaciones de apoyo y distintos ofrecimientos, emojis de corazones, memes, hasta unos tkm. Gente aseguró que comida y arena para la gata, no van a faltar, algunes me escribieron para saber cómo me sentía, otres me dijeron que estaban para mí por si quería hablar, e incluso hubo intentos de enviar teleabrazos y telebesos.

Y, ahí pedaleando de vuelta al confinamiento, recordé que alguien me dijo que por favor, por favor, no olvidara que no estaba sola y ahí lo entendí: contra eso no puede el capitalismo. 

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