Sentimiento incontrolable

Ya van a ser diez años que llevo separada, por voluntad, de Villa Luro. Aún así, nunca hice el cambio de domicilio; por lo tanto en cada votación, vuelvo al barrio en donde crecí. Al oeste de la Capital Federal, Villa Luro se para como el último barrio porteño antes de pasar a provincia. Pero tiene ese aire de provincia que suelen tener las periferias. Por eso cuando me mudé lo hice para reafirmarme como porteña. Algo infantil, algo definitivo.

De Villa Luro me fui a Boedo, al centro mismo de la ciudad. Pero hice trampa porque Boedo comparte con Villa Luro el mismo ritmo, el ritmo de un barrio. Los negocios cierran a la hora de la siesta, nada es muy sofisticado, casi nada es muy caro. Pero todo tiene el refinamiento de la clase trabajadora de principios del siglo XX. La gente más fina que vio este país.

Me tomo el 181 y viajo. Estoy en el estado híbrido de la gente que nunca, pero nunca, se termina de enfermar ante la inclemencia del tiempo. Hace mil días que no para de llover y yo voy llorando por las ventanas verdes de todas las redes sociales. Que tengo miedo, que estoy angustiada, que no puedo dormir. La gente buena me viene a cuidar a casa y yo me dejo, como se dejan los animales. Abro un libro y a la altura de Caballito me doy cuenta que nada tiene sentido. Mi madre ya no vive allí y la gracia consistía en votar e ir a verla. La gracia consistía en volver un poco a casa. Ahora ya no es así y me dan ganas de llorar, de morirme. Pero después pienso que vuelvo a mi casa y lo asumo. Los sentimientos me toman como me toma la política. Me pongo a leer, me pongo a estudiar, me asumo recta y con objetivos. Los sentimientos me toman y la política desde la izquierda los contiene para que no entre en desesperación. Me deja sentir en la tierra de los vivos.

Me bajo en la escuela de siempre con el colectivo de siempre. El 181 un imbatible rojo y negro. Para mi sorpresa no estoy en ese padrón y nuevamente la angustia me toma y me desespero. La angustia es el peor de los sentimientos, ya lo escribí decenas de veces pero lo vuelvo a escribir. Es que no quiero que la gente provoque angustia a la ligera. Me doy cuenta que no sé dónde estoy, tampoco sé a donde fui. Fuera de mi, al menos en las mesas de voto, pregunto si alguien me puede informar dónde ir a votar. Una fiscal con su smartphone me rastrea en una mesa a veinte cuadras y veinte cuadras es Floresta. Salgo a la calle y diluvia. Tengo un diálogo costumbrista con un policía, de esos que no funcionan ni en la literatura ni en el cine pero si en lo cotidiano. Me siento a esperar y calculo mentalmente cómo llegar desde la cancha de Vélez a la cancha de All Boys. De primera a segunda. Calculo por objetos, mapeo en la cabeza. El supermercado Coto, la plaza, el pasaje Miramar, por donde va el 24, donde baja el 47, la Iglesia San Ramon Nonato, la fila de embarazadas que van a pedirle al santo, la fila de no embarazadas que también van a pedirle el santo y la fila de madres recientes que van a agradecerle al santo. Afloja el agua, temo enfermarme. A los pocos metros una fila de cartoneros empapados resguardan cada cartón del día. Tienen el triple de cuadras que yo si es que quieren llegar a la estación y el séxtuple hasta la villa que hay pasando Directorio. Me enfilo atrás de la política para no ser desagradecida. Me resguardo detrás de la política para no temer.

Llego a la escuela y está iluminada entre faroles y luces de emergencia. No hay luz, pero lo que hay es un jardín enorme con árboles que tienen más experiencia que nuestra dirigencia política. Voy a la mesa que me corresponde y entrego mi DNI verde. Me miran con una mezcla de extrañeza y también como reprobándome. Me hacen sentir en el colegio, tengo 10 años, tengo 9 años y me olvidé de algo, hice todo mal, fallé en matemática, me olvidé las cosas de geometría, soy débil. Pero no lo soy. Soy tajante y hago lo que quiero. Si tengo que emplear algo tan desagradable como la prepotencia, no voy a dudar. Me armo el discurso, me escribo la película. Pero no pasa nada, simplemente no ven bien porque no hay luz. Y yo soy un poco asustadiza, bastante insegura y frente a eso lo que hago es una de las cosas que mejor se hacer: pelear. Me consuelo, me calmo y me reivindico todo en el mismo acto. Entro a votar sin sombra de duda. Voto con las convicciones y también voto con bastante alegría. Voto pensando que es un gesto y por sobre eso, es un gesto absolutamente minoritario. Tengo un momento de romanticismo al recordar el testimonio de una militante del ERP-PRT y pensar que el mundo, el mundo que yo quiero, es un mundo donde siempre sale el sol, los ancianos están bien, los chicos tienen juguetes, las parejas se aman, todos vamos a tener libros y nadie va a sufrir. Es demasiado, ya sé que algo así no existe, que parece el paraíso, que parece magia. Ya se todo eso. Pero el corazón quiere lo que quiere y en el mismo sucede lo que sucede.

Antes de volver a casa me voy a comer algo por Palermo. En el 34, el colectivo que más extraño, abro un libro y leo:

-Los chicos solo les toman el pelo a las chicas que les gustan.
-Pero todos los hombres matan la cosa que aman.

Me duele la garganta y pienso. No es nada, todo está bien. Y si no está bien, va a estarlo. Y si tarda no importa. La vida siempre se impone a la muerte. Cuando llegue el día de ya no estar, mi lugar en la vida será de otras. Pero por favor, que para eso falte mucho.

Porque ya no estoy enamorada de los hombres, estoy enamorada de la vida.

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