Veterinaria y escritora, María Sánchez estuvo de paso por nuestro país a fines de 2022, invitada por el Festival Internacional del Libro y la Lectura de Ñuñoa. Autora del ensayo Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019) y del poemario Cuaderno de campo (La Bella Varsovia, 2017), así como de Almáciga (GeoPlaneta, 2021), su participación en diversas actividades, charlas, conversatorios y conferencias, fue luminosa, crítica, generosa.
El descubrimiento de una cita de Shakespeare en un libro de bioquímica fue el fulgor que dio inicio, o una continuidad visible, a su doble labor, que lleva adelante no de manera binaria, sino integral y también integrada en la multiplicidad de roles que toma y constituyen a quién es María Sánchez. En Tierra de mujeres nos recuerda que la literatura y el campo comparten mucho: “los destellos, las semillas, el cuidado, la calma, la paciencia, (…) una mano que cuida.”
Reivindicando la labor de las mujeres en el campo, el valor de la genealogía y las raíces, Sánchez nos invita a mirar adentro y hacia los lados para poder mirar hacia adelante. Lo que llamamos progreso ha decaído o devenido en una serie de crisis que prácticas, costumbres, modos de ser, de observar, y de desenvolverse en las zonas rurales, en quienes viven en más contacto con la tierra, pueden ayudarnos a dar cara. No es necesario volver a inventar la rueda. La vida en comunidad y el respeto por los ecosistemas son dos elementos de los márgenes que nos haría bien observar y, de alguna manera, incorporar a la vida contemporánea. Sánchez, con sus libros y su trabajo, hace lo suyo, sumando representación y visibilidad, una puerta, una ventana, por donde podemos asomarnos, meter un brazo, apoyar el mentón, vislumbrar un futuro diferente y, ojalá, después, poder meter el cuerpo entero a esa “casa común” que podamos construir todes.
Rocío: Eres veterinaria y escritora, y tu voz y obra hablan de un enlace profundo entre ambas labores. ¿Nos puedes hablar un poco de esta relación?
María: Me agrada el orden con el que comienzas la pregunta, primero veterinaria, a fin de cuentas, es el primer trabajo que ocupa siempre mis días, el que paga las facturas, la vida, por así decirlo. Más que escritora, me reconozco mejor en eso que escribió Maria Gabriela Llansol: “ser que escribe”. Me siento más cómoda en ese ser amplio que hace muchas cosas, que trabaja, que camina, que vive, que se alimenta, que se enamora, que se cae, y que a veces escribe. Cada día no dejo de ser una persona diferente, nueva, me gusta imaginarme como un ser poroso, maleable, que se deja contaminar y atravesar. En cierta forma, es lo que pasa entre las dos labores, se nutren la una de la otra, soy la misma, un ser múltiple, cuando escribo que cuando soy ejerzo mi trabajo de veterinaria.
Al principio, te confieso, hubo una relación conflictiva: en casa veían la escritura (mejor dicho, el intento de) como una pérdida de tiempo, una distracción, un obstáculo que me impedía estudiar, acabar la carrera. Fue una especie de pelea, terminaba escondiendo los libros que sacaba de la biblioteca para que no me riñeran, y creo que me hice interna del departamento de neuroanatomía y anatomía comparada por suplir esa ausencia de no escritura. Diseccionaba, separaba piel de músculo, limpiaba hueso, vena, arterias, linfa. Era lo más parecido a tentar un poema. Tuve que tener reconocimiento con la escritura para que en casa fuera acogida, celebrada, vista como algo normal. Y duele, porque fue cuando empezaron a contarme historias a las que no se les daba importancia, como la de mi tatarabuela Pepa y el alcornoque que cuento en Tierra de mujeres. Muchas veces me pregunto qué pasa con esas historias, con esas vidas que me precedieron y a las que nunca llegaré.
Encontré una especie de refugio, antes de publicar el primer libro: el despacho de mi abuelo, el que era veterinario. Ese lugar de la casa del pueblo, se transformó en un universo donde escritura y veterinaria eran posibles juntas, no suponían conflicto. Y fue un territorio de paso para transitar el duelo cuando él murió. Cartas, planos, manuales de ciencia, apuntes de la facultad, libros en francés, fotografías de vacas de leche en blanco y negro de Canadá, instrumentos de cirugía… Todos estos retazos que habían pasado por sus manos y que habían conformado poco a poco su vida, se convirtieron en un lugar al que aferrarse.
Rebuscando una tarde entre sus apuntes y libros de veterinaria, descubrí que uno de sus libros de la carrera, el de bioquímica, abría cada capítulo con una cita de literatura. Creo que ese instante fue un momento de revelación, una especie de aprobación conmigo misma. El primer capítulo de ese libro de bioquímica para alumnos de veterinaria del año 1942, comenzaba con una cita de Shakespeare: “Somos de la sutil substancia con la cual están formados los sueños, y el sueño mismo circunda nuestra corta vida”.
R: En algunas de las actividades de las que participaste durante tu paso por Chile mencionaste que para ti la poesía y la prosa conllevan procesos completamente distintos de escritura. Con respecto a esto, ¿nos puedes compartir un poco cómo fue la experiencia de creación con Cuaderno de campo y Tierra de mujeres?
M: Fueron dos procesos completamente distintos, con ritmos, tiempos y tonos muy diferentes. Creo que tengo una relación extraña con la poesía. No soy yo la que decide el poema: su revelación o su escritura, me gusta pensar que el poema es una aparición, y que yo soy la afortunada que presencia el destello, que es el poema el que me dice cuando puedo escribirlo. En cambio, la prosa, la escritura de artículos, colaboraciones, columnas… el sumergirme en los libros de Tierra de mujeres y Almáciga supone entrar en una escritura que para mí dista mucho de la escritura de un poema. Quizás sí comparten ambos procesos, la búsqueda de la palabra fuera de la inmediatez y del ruido que a veces nos marcan y trastocan los días.
Creo que no puedo esconderme de la escritura, por mucho que quiera. A veces es un estado de hibernación en el que una no es consciente mientras dura el letargo, otras, un cuerpo que camina dudoso, porque no sabe qué hay bajo sus pies. Siento que me cuesta encontrar palabras para hablar de esto, muchas veces encuentro el cobijo si pienso en tareas y ritmos del campo. Escribir como sembrar, como trabajar la tierra con una azada, escribir como una desperdiga y deja caer las semillas con las manos, contemplando siempre la certeza de que quizás no prendan, no germinen. Es un tema sobre el que doy muchas vueltas, y creo que de ahí viene mi proyecto Las entrañas del texto, un archivo digital que recopila los diferentes procesos de creación: ¿Cómo sucede un poema? ¿Cómo nace un texto? ¿Cómo se empieza una ilustración? ¿Cómo se cierra un libro? ¿Cuántos tachones y rodeos damos hasta que sentimos que está acabado?
R: En “Abrió los ojos la cachorra” hablas de la libreta de tu abuelo, que anotaba todo sobre el campo, los animales, los árboles, pero no nombraba, por ejemplo, a los integrantes de la familia en sus apuntes. También citas a María Gabriela Llansol: “Yo lo que quiero es aprender de las tareas más pequeñas de la vida cotidiana, dando el mismo valor a la cuchara de sopa, a las hojas verdes, al lápiz, a la luz y a los libros. Incluso a la oscuridad y al polvo.” ¿Nos puedes hablar de qué significa para ti o cómo observas esta reorganización de las jerarquías de los afectos, vínculos, o relacionamientos con el mundo, o quizá de lo que es más bien una desjerarquización de los mismos?
M: Fue un regalo descubrir este verano sus agendas, y ver cómo miraba el mundo a través de sus hojas, darme cuenta, que, en cierta forma, él también escribía. Me emocioné revisando agenda por agenda en busca de nombres propios humanos, acontecimientos de la familia como nacimientos, enfermedades, disputas… pero ellos no tenían cabida. Esta decisión, no sé si de forma consciente o no, me marcó mucho. Semillas que se siembran y se traen de otros lugares, animales que nacen, animales que hay que curar, esquejes que se intercambian y que se cuidan, árboles que crecen, el dibujo de cómo preparar el huerto, las setas que se recogen, recetas, remedios y tratamientos…
En esta emergencia climática, unida a las crisis y pandemias que nos atraviesan, creo que es muy necesario cambiar la forma de mirar, de relacionarnos con todo lo que nos rodea. Formamos parte de un entramado vivo en el que también estamos, y para ello es necesario romper las jerarquías, la manera en que miramos al otro, ya sea liquen, pájaro, animal, hormiga o humano. Somos seres interdependientes, y necesitamos más que nunca alcanzar otra estela de afectos. Me gusta pensar que hay una cuerda invisible que me une al mirlo que me despierta cada mañana, que una hebra se desenrolla al caminar y se deja hacer por las partículas con las que comparto el aire. En el fondo, todos nos encontramos ligados, unidos, sin remedio. Por eso creo que es muy importante que vengan nuevos relatos llenos de mañanas y posibilidades. Pienso en esto de Donna Haraway: “Importa qué historias contamos para contar otras historias, qué pensamientos piensan pensamientos, qué descripciones describen descripciones, qué lazos enlazan lazos. Importa qué historias crean mundos, qué mundos crean historias.”
Tal vez debamos comenzar a romper los relatos, todas aquellas historias que solo empiezan por y con el yo. Puede que sea hora de quebrar el espejo que siempre refleja solamente al mismo otro, hacer añicos así este relato autocéntrico que domina y saquea; reparar en que sin los otros (sean humanos, mamíferos, micelios, vegetales o guijarros), el yo propio y pensado como único nunca fue, no es ni será posible. Porque todas las veces que salimos de esa narrativa y nos abrimos al mundo que también somos, cada vez que nombramos y compartimos, estamos rompiendo el silencio, asistiendo a nuevos nacimientos.
“Que no nos quiten el arrullo ni las lluvias, que prosiga la memoria, que puedan desenvolverse aquí todas las posibilidades, todos los afectos. Que podamos pensar este mundo que compartimos desde el despertar de una criatura, el canto de un pájaro, el nacimiento de un nuevo árbol, el cauce de un río que al fin se desborda, la certeza de llevar dentro ese saber de que volverá la luz, mañana.”
“Abrió los ojos la cachorra”
R: “Quizás debamos intentar llenar nuestras palabras de poros, pensarlas como esponjas, posibilitar así nuevos acercamientos (…) Convirtámonos en seres porosos, conscientes de la vulnerabilidad y la interdependencia en la que estamos enredados, y gracias a las cuales despertamos cada día. Las palabras determinan nuestro mundo, pero también podríamos reparar en las otras, abrazar y aprender las palabras de todos los que no escriben en la lengua que hemos hecho primordial y única.” Esta cita de un texto que publicaste en Arrels remite a tu proyecto, también convertido en libro, Almáciga, en que das lugar a palabras de lenguas no hegemónicas. Quizás esto nos devuelve un poco a la primera pregunta, pero, ¿nos puedes hablar un poco más de esta relación entre lengua y tierra? ¿De cómo el uso del lenguaje, de estas palabras, puede alumbrar un camino en el que nuestra relación con el campo, con la naturaleza, sea más rica y sustentable?
M: En el diccionario de la RAE, si buscas cultura, nos encontramos con que la primera acepción viene de cultivo, de la tierra. Creo que es algo que olvidamos, y que lamentablemente, el sistema en el que nos encontramos nos aísla de todo lo que nos rodea, nos aleja también de la naturaleza. Me interesa muchísimo todo lo que sucede en los márgenes, fuera del relato hegemónico que alcanza también todo, como las palabras que usamos y las lenguas en las que hablamos. En el estado español hay una diversidad de lenguas tremenda, y siento que es un patrimonio vivo que deberíamos de cuidar y del que estar orgullosa. Con cada palabra que se muere también desaparece un mundo, un vínculo, una historia, unas manos llenas de saberes, un acento, una manera única de entender el territorio. Ahora que tanto nos preguntamos qué mundos queremos, de qué forma queremos relacionarnos, habitar la tierra, ahora que tanto re-imaginamos e inventamos mañana, quizás, podría ser interesante conocer de donde venimos, para saber hacia dónde queremos ir y qué historias y cosas no deberían volver a repetirse.
(…) como escribió la gran Audre Lorde en La hermana, la extranjera: «Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo», y es aquí donde creo en nuestras palabras. En esas que ya apenas se oyen ni se ponen en práctica, en aquellas que no se dicen por vergüenza del acento o la procedencia, en todas las que nos dan de forma única otro modo de habitar el territorio. Así, con esta almáciga y con todas las que vengan, diferentes del linaje y la lengua del amo, podremos comenzar a construir una nueva casa común.
(De Almáciga)
R: Para terminar, quería preguntarte si tienes algún nuevo proyecto de libro en mente o si hay algo en lo que estés trabajando actualmente.
M: Justo ahora acabo de comenzar un parón en esa mitad mía de ser que escribe y voy a dejar de hacer encuentros y viajes con los libros por una temporada, porque el cuerpo me pide pausa, y siento que también me pide escribir. Tengo la manía de no hablar sobre lo que tengo en mente y estoy escribiendo, es una especie de superstición, me gusta esperar a que tenga más forma o vea el final del camino para hablar de ello. Sé que es una tontería, pero me gusta mucho todo el proceso anterior al libro y disfruto de ese silencio y esa especie de soledad que la escritura me pide para comenzar a moldearla y hacerla crecer. Estoy disfrutando mucho de Esta parcela, un libro precioso de Guadalupe Santa Cruz, que me regaló la escritora Gabriela Alburquenque, y estas palabras de ella reflejan muy bien en qué parte del proceso me encuentro: “Todo lo que soy es un párpado abierto de pies a cabeza, un algo que mira sin pestañear, ojo fuera de aliento y fuera de sí”.
Ficha técnica:
Cuaderno de campo
Editado por La Bella Varsovia (2017)
ISBN: 9788494500763
PVP: 16.000
90 pp.
Tierra de mujeres
Editado por Seix Barral (2019)
ISBN: 9789569949890
PVP: 15.900
192 pp.