Si hoy hubiese tenido que escribir algo sobre el triunfo del Apruebo y no del Rechazo, algunas cosas serían diferentes. De entrada, mi ánimo, por supuesto. La votación del 4 de septiembre representaba para mí una ventana de transformación para una sociedad completa. Mientras leía la propuesta, meses atrás, pensaba “¿quién querría rechazar esto?”. Derechos para la naturaleza, una vida libre de violencia para niñas y mujeres urbanas y rurales, igualdad sustantiva, autodeterminación de nuestros cuerpos; salud, vivienda y educación como derechos garantizados y no mediados por el mercado. El reconocimiento a todos los pueblos que habitan Chile. Significaba una tregua. Una reconciliación con nuestra propia historia. Significaba, para mí, una reparación histórica importante para todas las generaciones que durante la dictadura vieron su vida terminar, vieron a la gente que querían ser exterminada.
Mientras escribo esto, tengo al lado el cuaderno en el tomaba apuntes de un taller en el que me inscribí para poder entender mejor el texto propuesto. Con lápiz verde las dudas anotadas, respondidas con lápiz negro. También están escritas notas propias a medida que iba avanzando en mi lectura de la nueva Constitución, con todo lo bonito e importante que me parecía que estaba puesto allí.
Ahora leo un párrafo, casi al final de ese pseudo diario de lectura que dice:
“Estamos cansades, pero una vez que esto se apruebe, no podemos relajarnos. No podemos descuidarnos. Para que todo esto sea una realidad, el Congreso tendrá que aprobar leyes y es ahí donde las personas, en comunidad, tendremos que dar la pelea una vez más. Movilizarnos y organizarnos para que se apruebe lo que necesitamos para que estas palabras tan bonitas, tan claras, sean nuestra vida. Esto no es un final. El día de la votación seremos Mario subiendo la banderita al final de la etapa, para entrar a la siguiente. Allí, entraremos al castillo de Bowser. No olvidar”.
En mi mente, el lunes 5 de septiembre, estaríamos entrando fuertes y felices por las grandes alamedas, al castillo de Bowser, con el fin de continuar un proceso de profundización democrática. Con el ánimo por el suelo, sin apetito y con una tolerancia bajísima a cualquier ruido, como si algo se hubiese muerto dentro de mí, sigo pensando igual.
Entramos al castillo de Bowser a continuar con el proceso de profundización democrática: derrotadas y asustadas, muchas. Pero, acaso ¿no conocemos suficientemente bien todos estos sentimientos? Me lo pregunto y recuerdo los afiches pegados en las paredes de mi barrio a fines del 2019:
“Las mujeres y maricas hemos vivido siempre en toque de queda”.
Cada una en su vida, de lo más íntimo a lo más social, ha habitado desde niña el peligro, lo incierto, el fracaso, la injusticia. Y para continuar con la vida, día tras día, encontramos estrategias para rearmarnos. Lejos de romantizar la violencia estructural en la que (sobre)vivimos, hoy, cuando no siento esperanza alguna, intento aferrarme a lo que conozco. A lo que sé que conocemos. Sabemos lo que es el miedo, sabemos lo que es incluso salir a la calle, mirar a los desconocidos y pensar “cualquiera de estas personas podría matarme por ser mujer, por ser trans, por ser lesbiana”. En una frase en la que algunos pueden ver exageración, muchas de nosotras —lo digamos en alto o solo lo pensemos— vemos una posibilidad.
El proceso constituyente que vivimos me hizo sentir toda la esperanza y la confianza que jamás un partido político logró. Por fin personas que la sociedad chilena había excluido históricamente de las decisiones trascendentes para el país, estaban ahí, pensando, discutiendo, llegando a acuerdos.
Vivimos meses bombardeados y bombardeadas de mentiras y no me encargaré hoy de hablar en detalle sobre ellas, excepto por una. Incansablemente nos dijeron que esta propuesta se había escrito por solo un sector de la sociedad que había bloqueado a otro. Eso es mentira. Hubo que llegar a acuerdos entre sectores de ideologías opuestas. Que trataran de borrarlo del debate público fue otra infamia más en la lista de varias. Y no lo desmiento yo, lo desmienten los números: El quórum de aprobación de las normas se estableció en dos tercios, es decir, 103 votos. El promedio de aprobación de normas fue mayor que el mínimo requerido, resultando en 117 votos. Izquierda y derecha tuvieron que conversar y concluir en un punto para aprobar normas. Como explica este artículo de Ciper, los constituyentes de derecha, en varias ocasiones, cruzaron el cerco y aprobaron junto a los otros grupos políticos. Pido disculpas por el desvío, pero necesitaba hacer este apunte. Hoy y todos los días que le sucedan.
Vuelvo a la composición de la Convención: no creo que la diversidad completa de la sociedad chilena estuviese representada a cabalidad, pero sin duda, se formó un órgano diferente a lo que estábamos acostumbradas a ver. También estábamos los rotos ahí, representados por algunos rotos, rotas, como nosotras. Y eso, amigas, la élite de un país como Chile, jamás lo va a perdonar. Lo que escuchamos anoche después del resultado, en las vocerías del Rechazo (que no fueron las vocerías “ciudadanas” que tiraron a partir en el último mes de campaña, sino políticos de la derecha y ultraderecha, ojo ahí), fue también un llamado al orden. Conozcan su lugar, rotos y rotas.
Y si los rotos y las rotas decidimos tener una nueva Constitución y ser representadas en la Convención por personas como nosotras, pero al mismo tiempo, fuimos quienes ayer votamos dando por ganadora la opción del Rechazo ¿qué es lo que sucedió? ¿Qué estuvo mal? A horas del resultado me parece una irresponsabilidad teorizar a cabalidad sobre las razones, no lo haré. Algo que sí creo importante mencionar de inmediato es que cuando antes hablaba de que las mujeres y las maricas vivimos con el miedo, el fracaso y la derrota todos los días, me refiero a todas las mujeres y a todas las maricas. No solo a las que se parecen a mí.
Yo quiero escuchar. Quiero observar. Quiero saber por qué las mujeres que viven en una zona de sacrificio no vieron en esta propuesta una oportunidad para cambiar su destino. Tengo tantas ganas de eso como de llorar. Quiero saber cuál es el cable roto entre nosotras, porque no hay nada más terrible que dividirnos en bandos que no se escuchan cuando al final, todas tendremos que hacer bingos para pagar quimioterapias. Desde la noche del domingo he leído paternalismos asquerosos, como si el acto de votar por el Apruebo hubiese sido beneficencia con las y los pobres, más que un compromiso político real con un proceso. ¿No es eso, acaso una muestra muy real, por una parte, del individualismo que pareciera ser que tenemos metidos en las venas y, por otro lado, una falta absoluta de conciencia política, noción de comunidad y de bases reales dentro del progresismo?
Hoy siento, pienso y digo que quiero escuchar. Quiero conversar y entender. Me parece lo más sensato frente a algo que veo como una tragedia. Quiero entender, lejos también del infantilismo, del clasismo. Porque, aunque muchas y muchos no quieran reconocerlo, somos parte de lo mismo. Tomamos el Metro juntos, hacemos la cola en el banco juntos, retuiteamos las rifas para costear gastos médicos. Hay algo claro: no toda al gente que votó por el Rechazo es de ultraderecha, no todos quieren preservar el legado del dictador y Jaime Guzmán. Así como habrá gente que se movió por el miedo, el cansancio, la poca certeza que vio en esta propuesta, habrá otra que vio en esto una oportunidad de castigo al gobierno actual y también algún porcentaje se habrá movido por el racismo internalizado frente a la plurinacionalidad o la oportunidad de decir “feminazis, muéranse”. Hay de todo. Porque somos personas y lo inaceptable, lo horroroso, también somos nosotros.
Si hay que dividirnos en bandos, prefiero pensar en José Antonio Kast, que estuvo silente durante todos estos meses y anoche, dio un discurso como si se tratara de su victoria electoral de diciembre de 2021. Ese sí es un enemigo, para todas. Incluso para las vidas de aquellas que votaron Rechazo, aunque muchas ni lo imaginen.
Hace algunas semanas entrevisté a un señor mayor, muy sabio. Estaba escribiendo una breve crónica sobre la organización comunitaria durante la campaña previa al plebiscito, esa que no sale en los debates de la tele. Quería escribir sobre las personas que se organizan en sus barrios, con sus vecinos y vecinas y que no es lo suficientemente espectacular para el interés de los medios.
En una placita de Estación Central conversé con Juan Carlos. Le pregunté si acaso él veía en la organización comunitaria actual alguna herencia de la organización popular que él conoció durante los años de dictadura. Su respuesta, anoche, después de conocer los resultados se hizo medio viral. No dejaban de llegar notificaciones a mi teléfono de pantallazos de sus palabras:
“Sí, es una herencia, pero también un futuro. No es que de repente amanecimos con conciencia y claridad de que este sistema funcionaba mal. Somos, como dice una canción de Víctor Jara, parte de una cadena sin comienzo ni final. Tenemos una experiencia que se traspasa, en algunas cosas es igual, otras han cambiado. Te lo explico: primero, a mí no me preocupa en lo más mínimo si perdemos, si pierde el Apruebo, porque la lucha social y la lucha popular no están hechas de un continuo permanente de triunfos. Yo soy de la generación que perdió el 73, perdimos de manera terrible, y así hemos perdido varias veces. Si fueran solo triunfos consecutivos ya estaríamos viviendo en otra sociedad y le habríamos ganado al capitalismo hace mucho tiempo. Si perdemos, habrá que continuar, así se ha hecho antes. El movimiento popular ha tenido momentos terribles, ha sido masacrado, ha sido casi exterminado y se sigue. Tampoco este es el fin de la historia”.
Ayer, a partir de las ocho de la noche, se encendió en mí el modo supervivencia. Ese que el miedo y los traumas generan: en vez de llorar, me puse a pensar, revisar estadísticas, pensar y pensar en lo que venía. No sentía nada. Disociación, le dicen. El lunes desperté aún sin sentir nada. De pronto, uno de mis editores me escribió y fue allí cuando rompí en llanto. No he podido comer nada sólido. No he podido escuchar música. En mi casa reina el silencio que a veces rompe alguna de mis gatas, afortunadamente, con ronroneos. Y en mi mente está Juan Carlos con su sabiduría que, lejos de romantizar los fracasos, me sitúa con mucha generosidad en la línea de tiempo de la historia. Vuelvo a mirar mis apuntes del cuaderno verde. Entramos al castillo de Bowser y tendremos que llorar, abrazarnos y escuchar. Escuchar para aprender. Escuchar para defendernos. Toda nuestra vida nos ha enseñado que nadie lo va a hacer por nosotras.