Hice una funa sin nombre y terminé amenazada
Por Ninozhka Wieder.
Gracias al mayo feminista del 2018 tomé conciencia de que los “juegos” y “demostraciones de cariño” desde, quien yo suponía, era un amigo, fueron experiencias de abuso sexual que se sostuvieron por dos años.
Cuando me quise desahogar escribí un estado en Facebook. No escribí su nombre, porque conocía la experiencia de otras mujeres funando a sus agresores sexuales: nosotras tenemos consecuencias legales, porque “nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario”. Una frase que duele, y duele mucho, porque nos trata de mentirosas y niegan una experiencia traumática y, a veces, determinante en nuestras vidas. Sabemos cómo es el caso de Antonia.
No escribí el nombre de mi abusador sexual, pero él se identificó inmediatamente con mi relato. Él “no me hizo nada”, pero acudió a terapia psicológica, fingiendo que no sabía lo que había hecho ni como me había afectado. La verdad, para mí, sólo fue una medida desesperada para justificarse ante “la justicia” en caso de que yo decidiera denunciarlo.
Igual de desesperado fue su actuar, cuando le solicitó a una profesora de ambos, reunirse para pedirle consejo sobre “la situación”. A esta profesora le confesó su culpabilidad en las acciones que yo mencionaba en mi relato, pero insistió en que no sabía que me había hecho sentir mal. Esto lo supe de boca de esa profesora, quien le negó su apoyo y sin que yo le hubiese compartido mi experiencia, ella me creyó.
Escribí un desahogo, vertí mi pena e impotencia mediante la escritura, y me amenazaron con demandarme por injurias y calumnias. Conté que un hombre al que consideraba mi amigo, con el que hice la mayoría de mis trabajos universitarios durante los dos primeros semestres, que incluso se venía a quedar a mi casa para estudiar, abusó sexualmente de mí. Conté que me sentí traicionada y que además fui abusada sexualmente, cosa que no es fácil; pero para mis compañeras y compañeros de carrera, yo estaba despechada e inventé todo.
Prácticamente al día siguiente de publicar mi experiencia, repito, sin dar nombres, me eché a mi generación encima. La funa social y el aislamiento lo recibí yo. Las miradas, los murmullos, los rumores que se esparcieron fueron sobre mí y no sobre lo horrible que él hizo, que él me hizo. La funa se revirtió hacia mi por romper el pacto de silencio patriarcal.
Como ambos éramos compañeros de carrera, sus “apoderados” y los de otros hombres que fueron funados en ese mismo período, se dirigieron a hablar con la jefatura de carrera. El jefe de carrera de esa época les prestó ropa, y cuando con otras compañeras nos tomamos un espacio en el que se reunían los hombres abusadores, y además se había llevado a cabo otra situación de abuso, nos amenazó junto al centro de estudiantes, que nos apoyó. Nos retractábamos o nos sumariaban. Y así, mi abusador como Pedro por su casa, mientras yo dejé de asistir a la Universidad.
Debido a esta situación comencé a tener ataques de pánico y ansiedad. Reprobé la asignatura que éste jefe de carrera impartía, no una, sino dos veces, lo que terminó en mi expulsión de la Universidad y un largo trámite solicitando reincorporarme a la institución.
Hubo cambio de jefatura de carrera, otro hombre quedó a cargo, y eso trajo una nueva advertencia para mí: vinieron los papás, te quieren denunciar, dicen que sus hijos están con psicólogo por tu culpa.
Yo también estaba con terapia psicológica y farmacológica, pero como yo había decidido no realizar una denuncia formal, daba lo mismo. Mi historia de abuso sexual era falsa, “hasta que la justicia demuestre lo contrario”. Yo no quise denunciar, porque tal como dice Audre Lorde “las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”, no quería pasar por el proceso de revictimización, no quería reunir testigos, no quería enfrentar un juicio que sabía, no iba a ganar.
En una tercera instancia de amenazas, fui citada a una reunión con la coordinadora de prácticas profesionales y la psicóloga de la Facultad. Me dejaron entre ver de que debido a mi comportamiento en redes sociales, podía poner en peligro mi práctica profesional: ese año a mi no me correspondía realizar la práctica.
Ese encuentro nunca lo voy a olvidar, porque recuerdo que la psicóloga me dijo que era muy cómoda la posición que adopté de víctima y que debía hacerme cargo de mi actuar. Ella, siendo psicóloga, equiparó mi relato, insisto, sin nombre, como un acto igual de violento y grave que el abuso sexual sostenido a través del tiempo, el cual yo viví.
En un segundo encuentro, esta vez sólo con la coordinadora de prácticas, esta me comenta que la psicóloga dice que debo tratarme psicológicamente y empastillarme, que se nota que no estoy bien. Obvio que no estaba bien, si me desahogué porque ABUSARON SEXUALMENTE DE MÍ y estaban dudando de mi palabra. Esta “sugerencia” terminó en que esta mujer me llevó obligada a la Dirección de Género de la Universidad a relatar mi situación. Me dejó en la oficina de otra psicóloga y se fue.
Como carrera determinaron que lo mejor para mí era exponer un hecho que me vulneró, en contra de mi voluntad, a una persona que no conocía, para luego, frente a un abogado que tampoco conocía, volver a relatar lo que viví: me obligaron a pasar por el proceso de revictimización.
Y todo esto, para que el abogado me dijera que tenía que hacer una denuncia formal ante un tribunal de justicia, porque pese a que éramos compañeros de carrera y curso, lo sucedido ocurrió fuera del campus universitario y bajo contexto no académico, por lo que el protocolo de acoso de la universidad no me servía.
Como “la solución” estaba fuera de la universidad, y comenzaban las vacaciones de verano, me dejaron tranquila nuevamente. Pero yo no estaba tranquila.
En ese encuentro con la psicóloga y la coordinadora de prácticas, ambas mujeres insistían en que “la justicia” es quien determina si mi abusador y los otros agresores sexuales eran culpables o no. Pero para ellas, yo era culpable porque había hecho una funa, la que recalco, no llevaba un nombre. Además, tenían una carpeta con “pruebas en mi contra”, las cuales nunca me mostraron y supuestamente incluía pantallazos donde yo y una amiga supuestamente amenazábamos por WhatsApp a nuestros agresores y su círculo de amigas, lo cual no es cierto. También, se supone, que las amigas de ellos, que también fueron mis amigas hasta antes de que yo decidiera desahogar mis sentimientos respecto a la situación de abuso, estaban afectadas y asistiendo al psicólogo, nuevamente por mi culpa.
Cuando yo conté mi experiencia fui aislada socialmente, como ya mencioné, y prácticamente solo hablaba con una amiga en la universidad, quien funó a su agresor sexual que también era nuestro compañero de curso y parte de ese mismo grupo de amigos.
Una de las chicas que era parte de este grupo de “amigos” y que decidió quedarse del lado de los agresores, le contó a su mamá y papá la situación, obviamente desde su posición, y ellos no encontraron mejor idea que ir al trabajo del papá de mi amiga, quienes son evangélicos, para quejarse de la situación psicológica de su hija por el actuar de nosotras, y como guinda de la torta, decirle al padre de mi amiga que cómo permitía que se juntara conmigo, que soy una mala influencia y además lesbiana, buscando un castigo para mi amiga y el fin de nuestra amistad. No lograron ni lo uno ni lo otro.
Comenzó el año académico del 2019 y transcurrió casi normalmente, hasta que a fines de año comenzaron a surgir perfiles anónimos de Instagram funando gente nuevamente. Yo al enterarme de la existencia de estos decidí bloquear esas cuentas. No quería ser ligada a acciones que no cometí y que en el pasado me hicieron pasarla tan mal. Sin embargo, a inicios de enero de este año, apareció un perfil donde mi nombre estaba en una “lista negra”. Tomé pantallazos y le mandé un mail a la nueva jefa de carrera, contándole la situación para que ella estuviese al tanto. Yo a estas alturas ya creía tener cuero de chancho, así que lo hice como medida preventiva.
Me llevé una sorpresa con su respuesta, la que daba a entender que yo no tenía moral para acusar esta situación puesto que, en el pasado, yo había caído en lo mismo. Pero este era un perfil anónimo y no explicitaba la funa, solo estaba esta “lista negra”. Yo escribí un desahogo de una experiencia traumática y no mencionaba nombres. Lo hice desde mi antiguo perfil de facebook y asumí siempre mi actuar.
Me reuní a conversar con ella y nuevamente los “apoderados” habían acudido a la Universidad. Nuevamente estaba siendo amenazada de denuncia por injurias y calumnias. Me comentó que habían funado a alguien (no mencionó su identidad) en un colegio donde esa persona estaba realizando la práctica y que eso afectaba las relaciones de la universidad con los colegios que tiene convenio para que estos sean centros de práctica.
¿Por atreverme a narrar una experiencia dolorosa soy culpable de todas las acciones de funa?
Hasta el día de hoy, julio de 2020, no he sido citada a tribunales por la demanda de injurias y calumnias. Juzgue usted.