¿Cuándo termina el afuera y comienza el adentro?
Si nunca hubiera tenido esta o aquella o esa enfermedad, nunca me hubiera detenido a sentir. No hubiera podido proteger lo que estaba sintiendo desde bien adentro. No hubiera cuestionado el mentiroso equilibrio de la perfección. No hubiera dudado. Y eso, eso: el no dudar, es quizás lo más peligroso. Es una tierra absolutamente infértil. Es repetir y repetir y repetir. Sin decidir.
El ejercicio de cuestionarse, de replegarse, de tomarse un tiempo, es así un ejercicio que puede defenderse como feminista. Es un ejercicio, propongo, que busca acoger el caos tal cual situación de transformación puede ser. Pues las múltiples potencialidades de las preguntas nos regalan la posibilidad de cureosear dentro de lo desconocido e inconfortable. Las preguntas nos obligan a salirnos de lo que creemos conocer tan bien. Lo tan bien supuestamente conocido como, por ejemplo, nuestro Yo (o, más bien, la idea de un Yo definible y encasillable).
Cuestionarse es, por tanto, absolutamente revolucionario.
Si no creyera que mi cuerpo, tan cerquita de mí, tan en mí, tan yo, me susurra al oído -y a veces incluso me grita- pidiéndome ayuda; nada del resto de lo que vaya a escribir a continuación tendría sentido. « Si no creyera en lo más duro. Si no creyera en el deseo. Si no creyera en lo que creo. Si no creyera en algo puro »
El sentir es pues, para mí, lo más verdadero.
Porque si ya lo sentí, lo sentí nomás.
Y no puedo pretender que no ocurrió.
Y sobretodo, hoy por hoy, no quiero pretender que no ocurrió.
Es como una grieta en la madera.
La crisis como concepto y como realidad nos ha tocado bien adentro durante este último tiempo. {Hago una pausa aquí y declaro mi evidente deseo de poder usar el “nos”, el “nosotres”, como intento de fortalecer la pertenencia, gracias por entender} Estamos en medio de una gran crisis de múltiples crisises. Nos hemos dado cuenta de que abundan las suciedades y hemos abierto las puertas para que salga TODO lo que tenga que salir. No queremos más violencias. No queremos más mezquindades. No más, no.
Y reconozco que hay algo en mí que acepta que fue necesario llegar hasta este punto de tanta acumulación de malestar. Aunque parezca extraño, da la impresión que fue necesario el exceso de putrefacción para poder hoy decir basta. Es como la historia entre atacar la enfermedad y atacar el síntoma. O pretender con el dedo tapar el sol. O algo así. Si no me duele, no sé que existe. Si no se saca de raíz, no se saca de verdad. Si no se hace con todo, mejor que no se haga.
Es como cuando la gente (cierta gente) comenta que tenemos los presidentes que merecemos, todos estos presidentes que han salido electos últimamente. Han sido seguidillas y seguidillas de reacciones inertes, que parece que la ingenuidad nos tomó por sorpresa. Nunca imaginamos llegar hasta aquí. Nunca quisimos llegar hasta aquí.
La ingenuidad entonces puede ser también un pecado.
Porque es importante hacer el mea culpa y ver hasta dónde hemos sido partícipes de lo que acontece, sea en acciones hechas o en acciones que queríamos hacer y nunca hicimos. Pues si me enfermo, soy yo la que se enferma y no la enfermedad la que me enferma.
Cada decisión -por muy pequeña y mundana que parezca- habla de y por nosotres: del tipo de seres humanes que queremos ser, del tipo de mundo que consideramos propio. Sea el cómo me alimento, el cómo me visto, de qué hablo, cómo me relaciono con las otras personas, cuántas veces agradezco al día… suma y sigue. A cada segundo sudamos identidad presente y esbozo de identidad futura. Ni qué hablar de cómo el pasado nos precede: los hilos dorados que hablan de nuestras historias y las múltiples maletas que cargamos.
¿Hasta donde llegan los límites?, ¿cuándo termina el afuera y comienza el adentro?, ¿qué dejo entrar?, ¿cuánto puedo salir?
Tengo tantas palabras en mente que aunque pareciera que escribo de cosas inconexas, ya el mero hecho de que todas ellas habiten en mí, las dota de un cuerpo cierto y sagaz. Y no, no son palabras confusas que no encuentran su camino, sino que son palabras que me recogen como ser tridimensional, llena de poros sintientes. Poros vivientes que se abren y se cierran y se vuelven a abrir. Soy constantemente, en transformación y desde mis ojos veo el afuera y me doy cuenta que ahí afuera, el mundo entero está transformándose también, gritando cambio. Tal cual como yo muchas veces, desde muy dentro de mí, pido ayuda también. Pido paciencia, pido justicia, pido entereza.
Tengo grafitis en el cuerpo, tengo historias. Yo misma soy como una de las tantas ciudades en el mundo que documentan el pasar del tiempo. Urgencias y reivindicaciones brotan en mí, como brotan en los muros de las ciudades. Y mi piel se ha fortalecido de cicatrices y se viste de gala al recordar todo lo que ha dejado atrás como vicios y cargas que no me pertenecen. Y no está de más decir que han habido muchas pérdidas también que yo no consideraba necesarias pero, bueno, hay razones anónimas que forman parte del misterio llamado vida.
Siento una extraña sensación de balance, incluso cuando he sido testigo de tanta inequidad.
Una revolución feminista es, para mí, una revolución que reconoce cómo se han metido entre nuestras ropas y pieles, bien adentro, todos aquellos cánones violentos. Reconoce que el sistema nos quiere indolentes e individualistas. Reconoce que el binarismo y la jerarquización forman parte de un marco que nos ha hecho mucho mal. Una revolución feminista busca así cuestionar, busca sentir y hacer de maneras diferentes. De múltiples maneras. De maneras propias a cada persona.
Y no es un llamado al individualismo, no, por el contrario, es un llamado a construir colectividad desde y para los individuos. Un llamado al supremo derecho de poder decidir por tu vida y tus múltiples vidas dentro de ella. Un llamado a la dignidad. Un llamado a la libertad responsable de ser quien quieras ser hoy-ahora, porque podemos bien cambiar de opinión hoy-después.
La libertad es entonces feminista, pues la libertad es un experiencia colectiva y respetuosa.
Mi libertad empieza con la libertad de les otres.
Y pueden decir que es mejor hablar de humanismo. Sí, quizás. Quizás humanismo es lo que nos toca decir después. Quizás vivientismo sería mejor, estoy de acuerdo. Pero decir feminismo hoy, no es sólo para vislumbrar otras formas de ser/hacer, sino también para denunciar que hasta ahora es el sistema patriarcal quien ha corroído nuestras mentes y cuerpos desde nuestras propias entrañas, levantando muros que nos aprietan desde el interior. Y eso ha sido infecundo. Y muy agotador. Y no podemos dejar inmune a la enfermedad por querer tratar el síntoma. No es recomendable obviar, por intentar esquivar, y dejar que pase desapercibido el mal mayor. Hay que entrar a picar.
La filósofa australiana Elizabeth Grosz habla que la libertad no es sólo una invitación a deshacerse de represiones pasadas (liberarse de), pero también una invitación para sugerir posibles futuros (libertad para). Y para que todas estas nuevas posibilidades de engranajes que están surgiendo en este nuestro estallido social se encarnen sanamente, creo, nos toca estar bien presentes. Sintientes. Nos toca ser/estar en nuestros cuerpos y, sobretodo, llevar nuestros cuerpos y sus historias con orgullo. Sólo así podremos mirarnos al espejo con tranquilidad. Y mirarnos a los ojos entre nosotres y atravesar los límites fantasmagóricos que nos han impuesto durante tanto tiempo. Sólo así comprenderemos que nuestros cuerpos son el primer y quizás el mejor aliado. Y sólo así comprendernos que lo que le hago al otre me lo hago a mí misme.
Pues el adentro y el afuera parecieran ser partes de un todo.