Flaitedad

Cada cierto tiempo hago el ejercicio mental de pensar en “¿qué hubiese pasado si…?”. Como todos, me imagino. Salí al persa y miré a mis vecinas y sus coches dobles, con una guagua en cada lado. Felices, comprando piluchos con la leyenda “Ni ahí con los jiles”.  Pensé también en una amiga de la infancia, de la iglesia, que se saca fotos en contrapicado con la tienda Louis Vuitton de fondo, posando como Paulina Palma. Adjunta en la leyenda: “Dios nos bendiga”. 

A Paulina, la mujer de la foto con el incendio en Valparaíso detrás, la hicieron bolsa en su día. Y creo que no fue por la “falta de tino” que tanta gente argumentó para insultarla sin medida, sino por la flaitedad como un todo. La mirada choriza a la cámara, la mano en la cadera de una mina que se sabe rica, los pantalones con cloro. Y lo creo porque al cuico que cazó y asó un pudú hace unos meses lo columpiaron por dos días y después, filo. O la “falta de tino” más famosa de la década, con resultado de homicidio, de Martín Larraín, hijo de un influyente político de la derecha más rancia de Chile. Cuando la clase alta la vende, la sanción siempre es testimonial. Y ahí está la servil, pusilánime y sicofanta “clase media”, tirándole piedras a los de abajo mientras le buscan mil justificaciones a los de arriba.

Todo este ejercicio partió cuando leí la noticia de la muerte del Cangri, Sebastián Leiva, en el norte de Chile. Estuvo desaparecido varios días y mientras la familia rogaba por saber algo más de su paradero, las burlas en internet no se hicieron esperar. “Uno menos”, “fue un ajuste de cuentas” y otras lecturas menos elegantes, por un lado; por el otro, insípidos gritos al aire pidiendo “más respeto a su familia”, sin un lugar de enunciación, en una sociedad que jamás te va a respetar si naciste en la periferia, sea de Santiago o de otras regiones.

El lumpenproletariado, es decir, “roués arruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda es masa informe, difusa y errante” que Karl Marx describió en el 18 de Brumario de Luis Bonaparte ,genera de inmediato un ceño fruncido o una nariz arrugada entre interlocutores con la suerte de nacer en condiciones más estables. No pueden creer que una esté ahí, compartiendo con ellos las aulas, el carrete top, el puesto en la oficina. Y les arde el hoyo, además, cuando se dan cuenta de que todos esos millones invertidos en colegios bacanes y universidades ídem no sirvieron de mucho en sus ideas y desempeños mediocres.

La discriminación según la clase social parece un tema antiguo. Se supone que en Chile no hay pobres. Como si los más de mil niños muertos en el SENAME existieran en otro plano de la realidad. Se supone también que las reivindicaciones del último tiempo, feministas y antirracistas, se ubican en un vacío ideológico donde este factor ya no importa. Un cómodo relato para expertos, analistas, ejecutores de políticas públicas, etc., que jamás se han cuestionado de dónde vienen las lucas porque, bueno, nunca han tenido la necesidad de trabajar. Énfasis en necesidad.

Mi mamá, desde muy chica, me insistió en la distinción respecto de mis vecinos porque crecía en una familia cristiana. “No te juntes con ellos. Son muy flaites” ¿Arribismo? Puede ser, pero hoy lo leo más como la sabiduría de alguien mayor, muy consciente de que en este país hay cuestiones que no se pasan por alto y que, como cualquier mamá de la Pobla, quiere un futuro mejor que eso para sus hijos. Entonces no salía a jugar con ellos y los saludos eran cortantes y escasos. ¿Qué hubiese pasado conmigo sin los canutos, el animé y el colegio a la chucha de mi casa, sin todos esos dispositivos de segregación involuntaria? Habría salido más a la calle, me hubiese fumado un marciano. Unos tres. Le habría hecho ojitos al turro más chistoso y tendría sus dos guaguas en un coche doble.

O tal vez —muy probable— estaría muerta.

Hay gente de mi generación que cree que por tener un contrato indefinido por $600.000 y encargar estupideces en AliExpress ya son otra cosa, y se les olvida que nacieron, ponte, en Conchalí toda vez que están vacilando las vacaciones en Buzios gracias a un crédito de 48 cuotas. Sorry to break it, pero se es cuma de la cuna al cajón. Hay gente, como el Cangri y el Dash, clarísima de lo anterior y que sin reparos asumen que “nos vestíamos a lo flaite. Con su ropa americana, su ropa cambiada con amigos. Éramos los clorindas. A los jeans los manchábamos con cloro. Pero el flaite es un estilo, no se te quita nunca, lo llevai dentro. El flaite es de barrio, habla mal, no se avergüenza de nada, dice las cosas como son”. No se te quita nunca y está bien que así sea. En este país de pésima memoria a todos les viene bien la ficción posdictatorial del fin de la pobreza, pero ya basta. Abraza tu flaitedad. Nunca olvides lo que eres, porque el resto del mundo no lo hará.

Lo que sea que le haya pasado al Cangri, desde la mala suerte hasta esos pronósticos sobre “ajuste de cuentas”, da lo mismo. Una corta vida bien vivida que, como dicen en esta entrevista, ni siquiera era molestia para los cuicos, sino para los que están al medio contándose fantasías sobre el blanqueamiento, el ascenso social y otros absurdos. Chao, pana. Ni ahí con los jiles.

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