La columna de Josefina González: Miles de fotos al cielo

En las capitales viven los más malos de los malos. Hay cocodrilos en el Mapocho, muchas guaguas muertas y en los noventas hubo un asesino en serie en La Florida que le decían “El Acertijo”. Durante el verano de 1978 en una casa de Portugal con Santa Elvira ocurrió algo macabro. Un hombre entró a robar a una vieja casona creyendo que no había nadie. El lugar funcionaba como un taller de costura y una mujer que se encontraba trabajando esa noche sintió que alguien había entrado a la fuerza. Se asomó hacia la escalera con un palo en la mano. El hombre iba subiendo los últimos escalones cuando sintió un golpe en la cabeza y perdió el conocimiento. Al despertar se dio cuenta que lo habían cosido con una máquina. Le cerraron los ojos, la boca, los oídos, todos los orificios del cuerpo con costuras overlock. La mujer lo dejó como un imbunche.

Muchas cosas horribles ocurren en el Gran Santiago, pero el Paseo Ahumada en las tardes a veces es muy bello y no refleja la realidad de las personas que viven en la ciudad. La luz al atardecer se cuela por entremedio de los bloques de cemento y por encima se ven esas nubes que la gente dice que son Dios. La luz al atardecer atraviesa los edificios y aparece esa columna luminosa que significa que Jesús está hablando. Aparecen los vendedores de algodón de azúcar, la gente toma miles de fotos al cielo y los estudiantes hacen dibujos para después pintar cuadros.

Una vez en este mismo barrio en donde me encuentro ahora, al caer el sol, le acepté una cerveza a un desconocido porque no me quedaba plata y realmente quería seguir tomando alcohol. El hombre me dijo que tenía en su casa una cama grande como de tenista famoso, igual que la del Chino Ríos y que cada almohada le había costado 35 mil pesos chilenos, pero las había pagado en dólares. Después me dijo que nos fuéramos de ese lugar porque había olor a pescado frito y a él no le gustaba el olor a fritura si no era algo que él mismo estuviera cocinando. Yo le dije que a mi papá le pasaba lo mismo y que no era gran cosa, que a poca gente le gustaba el olor a aceite hirviendo. Luego fuí al baño a pensar en cómo escapar limpiamente de la situación. Cuando volví a la mesa, el hombre estaba discutiendo con un joven de piel negra. Le decía devuélvete a África y él le contestaba entonces tú devuélvete a tu ruca. Yo salí a la Alameda y caminé hasta el paradero. Al frente de mi asiento en la micro decía: Estoy cansada de sentirme vacía. Siempre quiero comer frituras. Las letras A estaban escritas con la A de Anarquía y la U de frituras era una U del equipo de fútbol de la Universidad de Chile.

Una vez, en este mismo barrio donde me encuentro ahora, me encontré con una mujer colorina llorando con un espejo en la mano y un cintillo amarillo en la cabeza. Me contó que era la única hija de un par de lunáticos desagradables que ahora estaban en la cárcel por haber incendiado su casa durante una pelea y que se llamaba Octubre. Yo nunca había escuchado ese nombre y le pregunté cuando estaba de cumpleaños. También le pregunté si tenía hijos chicos, porque es sabido que los hijos únicos de papás locos siempre tienen hijos muy rápido para tener al menos alguien cuerdo cerca. Es muy raro que una guagua esté loca, así que por lo general los bebés significan compañía y sentido. Ella dijo que estaba de cumpleaños en diciembre, que había nacido en un campo lleno de vacas negras y que tenía un hijo de 5 meses que se llamaba Julio. Dijo después:

Cuando uno sufre por amor, uno sufre por todos los amores. Cuando un amor es ingrato uno sufre por todos los amores ingratos que ha tenido en la vida. Cuando un amor se acaba, uno sufre por todos esos amores eternos que se terminaron. Y llora. Y yo soy de esas personas que siempre que llora se mira al espejo. Ojitos de huracán, me haces sufrir. Sin ti, yo no vivo. Si ti, yo no existo. Ni siquiera puedo abrir mis propios ojos, ojitos. Siento como que me los hubieran cosido. Cuando yo me muera te vas a arrepentir, ojitos. Cuando yo me muera voy a volver a la tierra como un fantasma y me vengaré de todos los seres que me trataron mal. Los voy a asustar. Los voy a aterrorizar. Voy a comprimir sus espíritus y encerrarlos en sus hígados. Voy a hacer que tengan accidentes terribles e inexplicables. Voy a hacer que tengas un accidente terrible, ojitos. Ya no vas a poder jugar fútbol, ojitos. Voy a hacer que llores mirándote al espejo.

Cuando uno sufre por amor, uno sufre por todos los amores, decía también una amiga mía, porque las experiencias humanas son compartidas y muchos sufrimos en soledad sentimientos que en realidad son colectivos. Todos pensamos alguna vez que nuestros abuelos habían crecido en un mundo blanco y negro y que nuestros papás habían vivido la transición hacia el color. Todos creímos que los semáforos los manejaban uno por uno distintas personas que trabajaban en una central semaforística y que los actores repetían en vivo las películas cada vez que uno las veía. Le dibujábamos ventanas a las casas de los caracoles y anteojos de sol al mismísimo sol. Todos le preguntamos a Jesús cuándo volverían a existir los dinosaurios y por qué el alma se sale del estómago cuando uno se muere.

Una vez, en este mismo barrio donde me encuentro ahora, imaginé cómo iba a ser la vida cuando yo fuera una adulta de verdad. No se parece en nada a la existencia que vivo ahora. Recuerdo esto y me da miedo caerme para arriba. Miro la hora en mi muñeca. Ajusto mi cintillo amarillo. Sin ti, yo no vivo. Un cuarto para las venas. Silencio, la pelota está durmiendo en las manos del arquero.

Portada: Aleksandra Waliszewska

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