El aullido o la palabra

El perro. El perro como representante de lo bobo, siempre en oposición del gato, la otra mascota de cuatro patas favorita del hombre. El ejemplo más famoso dentro de las letras masivas es Garfield, la historieta de Jim Davis. El amo bueno tiene como protagonistas a perros que saltan de un lado al otro, que no paran de ladrarle a los objetos, de gastar energías, tareas tan básicas y derrochadoras que son lo contrario al cálculo en la vida de los gatos. Pero este punto de partida mínimo se abre en un montón de interrogantes y líneas que pasan por las artes, la historia y las formas del conocimiento.

 Una de las primeras ideas que aparecen es la duplicidad, el perro que le ladra al charco de agua como a otra presencia que, a la vez, es él mismo. Ha descubierto a su gemelo e intenta comunicarse infructuosamente,  se satisface en ese choque circular como el vanidoso frente a un espejo. Damián Tabarovsky nos dice que esto congela el tiempo, impide el progreso al quedar atrapado en una calesita de ida y vuelta al tener conciencia de su gemelo. De otra manera, al ser consciente de que  nunca nos encontraremos con el gemelo salimos de cualquier forma de autocomplacencia, de diálogo con uno mismo, y logramos avanzar. Son dos formas de conciencia e inconciencia que llevan por diferentes caminos.  La novela, el cuento, la literatura en general plantean, ante la hoja en blanco, el dilema de escribir algo que nadie haya escrito. El ya está todo escrito tiene algo de verdad, aunque lleva a la inmovilidad absoluta, al perro que se conforma con dar cuenta de su repetición, que ya está ahí, que ya existe, y, por lo tanto, no hay nada más que agregarle, como a la perfección del vanidoso. Todo  escrito ya es intertexto de otro, idea muy difundida por Borges, quien, además, pensaba que los animales no racionales habían alcanzado la inmortalidad: No tienen ni pasado, ni futuro. El gemelo está ahí afuera, y no importa, utilizamos esa inconciencia para crear algo nuevo. La política en las letras está en cuestionar el habla convencional, no en escribir sobre coyunturas, algo que se puede extender a todas las artes, y la sucesión nos aleja aún más del gemelo. Esta novela de Tabarovsky no tiene un sentido final, no hay un cierre en el sentido tradicional, sino que se ramifica hacia el infinito.

   La noción de fantasma recorre todo este relato, oponiéndose a lo muerto. Es una huella que se niega a morir y, sin aparecer corpóreamente, atraviesa la historia. Un lugar común es hablar de los géneros como elementos muertos, moldes de los cuales muchos se deshacen para edificar su propia originalidad, el perro que se satisface mirándose en el charco por fuera de cualquier elemento exterior, porque él es lo único que existe en el mundo. Un nivel tal de autoconciencia que olvida a los fantasmas pero que se dirige hacia una muerte cerrada.

  Ahora, en El amo bueno, ¿qué viene a ser el amo bueno? En las reflexiones que propone por el camino del conocimiento de la realidad y la manera de despegarse de las formas ya conocidas, el avance azaroso del libro es coherente con el azar que postula en la creación artística, en la imposibilidad de llegar a final cerrado si se quiere escapar del ladrido repetitivo de sí mismo. La dificultad de escapar de La Realidad  es una urgencia permanente en las vanguardias, que saben que, a la larga o a la corta, su grito rebelde será deglutido por el gusto oficial. Tabarovsky no solamente plantea el discurrir del arte en la historia, también lo extiende a las luchas de poder cotidianas. La modernidad y la mayor democracia traen sus problemas. El amo bueno es el actual, el que se presenta como una víctima de las circunstancias, alguien que llegó ahí por la dinámica del sistema, no es nadie fuera de lo común; ni es el rey que detentaba el poder por mandato divino ni el dueño de la gran fábrica decimonónica que era el ojo omnipresente de su propiedad. La diversificación del poder hace que el amo, ahora, sea alguien igual a nosotros, con iguales problemas, probablemente alguien que no proviene de una posición de privilegio y que tuvo que esforzarse por llegar al lugar al que llegó. El reclamo se vuelve difícil. ¿Cómo chocar contra alguien que no es El Poder? ¿Contra quién nos revelamos si ese otro se muestra comprensible ante mí? Es el viejo dilema de cómo seguir adelante si el Estado de Bienestar nos adormece, los efectos no deseados de la democracia. Así como la vanguardia modificó el contexto y la asimiló, los viejos reclamos sociales del reparto del poder se hicieron tan efectivos que aumentaron las capas entre el estrato mandante y el mandado. Ahora, conocemos al gemelo y nos da no se que contrariarlo.

El amo secular tiene un poder que lo atraviesa pero que no le pertenece. Es un fusible más. Ahora, todos somos perros ladrándole a nuestro reflejo, conformes del descubrimiento que hemos hecho. Tabarovsky enlaza la condición de este mandante de nuevo cuño con el cuentito del comienzo sobre Charlie Parker tocando para unas vacas: El arte lanzado al aire de quien tiene un poder y lo regala. El amo bueno hace lo mismo, no nos impone su poder, se entrega al vecino, no pide un diezmo a cambio. El autor “cierra” el círculo sobre un sistema total que no parece dejar espacio para la innovación, aunque el humor con el que lo plantea deja el resquicio para dejar entrar a los fantasmas que revitalicen el ambiente de ladridos autocomplacientes.

 El amo bueno es un libro con una anécdota mínima que se desfleca en innumerables cavilaciones, como la máquina fría y quieta que ilustra la tapa, son sus hilos y tejidos.  Es una novela corta que parece más amplia. Es desesperanzadora o una inyección vital para seguir adelante, según el estado de ánimo del día.  Suena a un libro escrito por un gato.

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 El amo bueno de Damian Tabarovksky

mardulce / 2016

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