El mundo se va a acabar
Siempre existe más de una razón para dejar todo en pausa -o al menos eso creemos que sucede- y partir bien lejos. Aunque sea por algunos días, meses o para siempre. Algunos dirán que arrancarse es morir un poquito, pero así quizás lo vemos desde lo que queda en el lugar añejo. Prefiero pensar que tener la decisión de moverse de un lugar es vivir más, porque el estanque conocido siempre va a ser más cómodo. Creo que si recordáramos de verdad cómo era estar en el útero, todos querríamos volver. Creo que por eso uno se olvida.
Paula se iluminó un día, luego de año nuevo. Despertó con una caña horrible y pensó en que ya no quería estar acá. Fue inteligente: planificó, se preparó y partió. A Paula la he visto muy pocas veces en mi vida, pero han sido sido suficientes para quererla. Y suficientes como para viajar diez horas para sentarme a conversar con ella. Porque esa la principal razón para dejar todo en pausa. Conversar con ella.
Dormí un par de horas a sobresaltos en un bus en camino a Valdivia para conversar con Paula. Dormí con un ojo abierto porque mi acompañante de asiento me daba miedo. Era igual a Michael Fassbender, con la personalidad del Tío Lucas. Además, tenía un yeso en el pie y cada cierto rato me rozaba con eso, me daba miedo. Cuando desperté eran las 7 de la mañana, pasando por el puente Malleco, perdí un aro y tenía la mejilla congelada por haber estado apoyada muchas horas en la ventana. Primer logro desbloqueado: cachete rosado como niño sanito del sur.
Apenas llegué al terminal, bajé del bus y tomé aire, bien profundo. Tan profundo que no necesitara comer en todo el día, porque el aroma a leña se me quedara dentro y así pudiera caminar y conversar, caminar y conversar, sin la necesidad de gastar el tiempo en comer. Luego, corrí al baño a quitarme la cara de orto, sin magia, y dejando sólo la de sueño. Paula estaba afuera, nos abrazamos y su ropa tenía olor a leña.
Ella me confesó la noche anterior que tenía galletas para que desayunáramos cuando llegara, pero que no aguantó y se las comió sola, así que fuimos a comprar pasteles de chocolate. Se acabaron en dos segundos, porque el aire no fue suficiente. Y es lo que pienso a menudo cuando camino por Santiago, de vuelta a la casa, con el aire sucio. El mismo que yo contamino con los cinco cigarros que a veces me fumo en 45 minutos de caminata. Porque así de mierda somos.
Luego almorzamos y nos sentamos en un muelle a ver lobos marinos al lado de un curso de niños de no más de seis años. Nos sentimos parte, porque nos reíamos con los movimientos sosos de ellos, pero inmediatamente se notó que no lo éramos. Que estábamos más dañadas y que cuando una está dañada, tiene dos caminos: hundirse en eso o reír. Elegimos la segunda, como siempre, y hacíamos diálogos paralelos muy divertidos de acuerdo al movimiento de los lobos. Una hora casi. Una hora en la que alejamos a todos los niños y a los padres que los acompañaban, pero no importaba, porque lo estábamos pasando bien y el mundo se va a acabar. Se los llevaron para que no los tocara el daño, yo creo.
Compramos helados. Pedimos que nos tomaran una foto porque estábamos muy felices. Pensaron que éramos novias y Paula dijo que ella era la camiona, porque andaba con camisa a cuadros y yo con vestido. Así de dañados estamos y no nos damos cuenta. Pero no importa, porque estábamos felices. “Aquí quiero vivir”, lo dijimos por lo menos, diez veces, caminando por la costanera y mirando las casas.
“Aquí quiero vivir” se repitió, caminando junto a una casa de villa con la chimenea prendida; al día siguiente junto a una casa rosada con un jardín verde en Niebla; mirando el cielo rosado en la playa cuando el sol se escondía, al tiempo que comíamos empanadas de carne y de mariscos. No teníamos nada más y no necesitábamos nada más. “Estoy tan feliz que creo que me voy a morir pronto, porque, así pasa ¿verdad?”, me dijo Paula. Y yo le dije que sí. Que esperaba que así pasara, al menos.
Yo sentí lo mismo cuando rogamos para entrar al Botánico que ya estaba cerrado y nos dejaron. Caminamos por la orilla del río y nos sentamos en una banca, quedando con los pies en el agua. No había ruido excepto por unos pajaritos que estaban encima de los arrayanes y olitas pequeñas, que daban a las piedras. Ahí pensé que el pecho me iba a explotar. Que había dejado todo en pausa para conversar con Paula y para ver eso. Para sentir que quería compartir eso con ella y también con otra persona que ahora no está.
A medida que nos acercábamos al jardín pasamos por un sendero muy oscuro. “Qué bacán, no hay nadie. Aunque así comienzan las películas de terror”, dijo ella y yo sólo pensé que hubiese sido la mejor película de terror de la historia si comenzaba con las muertes y, luego, la cinta se dedicaba a retratar lo que pasó durante los dos días anteriores.
Cuando llegamos al jardín me encontré con todos los árboles que mi abuela me describía cuando era niña. Había uno gigante, lleno de musgo y telarañas. Me tiré encima y lo abracé. Paula se tiró encima y lo abrazó. Lo abrazamos un ratito, porque ella me contaba que si una persona abrazaba un árbol, este tomaba todo lo malo, se lo llevaba y era capaz de liberarlo al aire, como algo bueno. Al mismo aire que nosotros ensuciamos.
Viajé 853 kilómetros para conversar con Paula. Dentro de todo, también hablamos de cómo creamos mapas neuronales con todo lo que pasa. Incluso con el sufrimiento. Cómo cuando pasa algo, nuestras neuronas siguen un camino dejando marcas como Hansel y Gretel. Viajé 853 kilómetros para crear un mapa neuronal incaminable en la realidad. Porque se me abrió el corazón entero por la mitad oliendo la leña, abrazando árboles, conversando con Paula y oyendo esta canción de Pauline En La Playa durante todo el camino de vuelta. Porque tenía todo el sentido del mundo.