Doña Lucía Couture
Mi deseo con toda mi alma de esta semana es que se muera la vieja. Lo deseo tanto que pienso en ella y en su último aliento más de alguna vez al día: “Está lindo el cielo… podría morirse la vieja”, “Oy qué caro el pan… debe ser culpa de la vieja”, “¡Una estrella fugaz! Voy a pedir que se muera la vieja”.
Como parte de esta juventud resentida y poco reconciliada, no deja de parecerme curiosa cierta admiración que despierta Lucía Hiriart en generaciones anteriores. Hablo en particular de las Señoras, mujeres sin afiliación política manifiesta a quienes les tocó la mala fortuna de vacilar la peor feminidad de todas, la de la dueña de casa servil al marido y a “obras sociales” que la vieja culiá popularizó transversalmente en este país, amparada por el terror de la dictadura. Desde la esposa del milico hasta la esposa del obrero admiraban la “elegancia” de Doña Lucía y no dejan de decir, con un triste orgullo que sólo puede entenderse poniéndose en los zapatos de estas mujeres, que si bien Pinochet era la cara visible, Lucía Hiriart era la mano que aprieta.
En la dictadura, la imagen de Pinochet padre-de-la-patria, salvador-de-Chile, necesitaba un correlato que apelara a las mujeres y que las hiciera parte de esta nueva nación libre de cáncer marxista. La vieja, a través de CEMA Chile y la Revista Amiga, le hizo un daño catastrófico a este país. Relegó a la mujer al espacio privado de la casa, retrocediendo a los años 40 de la historia universal, siendo vitales sus roles de madre y esposa. Pero eso no es lo peor. Esta es una columna de denuncia contra los crímenes de estilo cometidos por esta vieja. Porque es una prueba viviente (todavía) de que no sirve de nada tener toda la plata obtenida a través del tráfico de coca, el robo de propiedades del Estado y las irregularidades inmobiliarias del mundo si es que tenís mal gusto. La Reina de Belleza de San Bernardo es todo lo pésimo de los años ochenta reunido en una sola persona.
Más allá de los rumores que corren sobre las excentricidades (¿?) de la vieja tales como que tenía una mano de oro sólido a escala real donde guardaba sus anillos, o hechos comprobados, como que mandó a traer mármol rosado, una piedra muy barata, para ponerle al piso de su casita ya que el piso anterior (mármol verde) no le gustó como quedó, lo que quiero recalcar aquí es la imagen. No hay NINGUNA foto en Google donde una pueda decir “ya, si igual se ve bien”. Cuando Margaret Thatcher triunfaba con sus trajes de dos piezas de colores vistosos y estampados llamativos, lista para robarse las Islas Malvinas, Lucía te ocupaba negro, azul marino y café. No había más tonos en su paleta de colores. Ningún corte vanguardista o talles sentadores.
Cuando Imelda Marcos, para compararla con un símil en la categoría “Primera Dama de país Banana”, te viajaba por todo el mundo para completar su colección de mil 200 zapatos, Lucía no se movía de su asiento y pedía que las marcas nacionales sacaran de circulación los modelos que le gustaban para tener la exclusividad. Todo lo interesante que estaba ocurriendo en el mundo en materia de estilo no tuvo ninguna traducción en la imagen de la mujer más importante de Chile. Lo más glamoroso que se le puede observar es un collar de perlas. Así de básica.
Sólo en Chile se considera sobria a una vieja buena pa’ usar abrigos de piel. La mayoría de las opiniones afines a esta mujer repiten que era “elegante y sin ostentación”, que no es sino un eufemismo para decir: aburrida. Por ejemplo, “quiso imponer como chic la onda de los sombreros” entre las esposas de los milicos, pero no le resultó. Un país entero a su disposición y no fue capaz de esforzarse por hacer de sí misma una imagen memorable. O sea, claro que es memorable, pero no por consideraciones estéticas. Se puede ser una villana despreciable y conservar la cualidad de estupenda. Úrsula de La Sirenita, por ejemplo. Lucía sólo es una villana despreciable.
El problema del flagelo Lucía Hiriart es que se resiste a morir, literal y figurativamente. Si bien cada vez son menos las señoras que salen vestidas a la calle con ropa dos tallas más grande y colores apagados, es la categoría instaurada por la vieja la que no se quiere entrar. Raquel Argandoña y Cecilia Bolocco todavía son voces respetadas en la cultura popular precisamente porque remiten a esa época y a un perfil de mujer que, aunque en declive, resulta cómodo: una vida de lujos sin mover un dedo, ser buena esposa o buena madre, no ponerle ningún cariño a la pinta. Del mismo modo, ella y ese orangután que tuvo de marido (y nosotros de presidente) internaron en este país, además de sustancias ilegales, el arribismo. Y ese sí que costará erradicarlo por completo. Personas sin educación, o carisma, o cualquier cosa que sea considerada brillo, pero que con un poco de plata se creen los dueños del universo. Dónde la viste. Es necesario el sacrificio de Lucía Hiriart como acto de psicomagia para sacudirnos la fomedad dictatorial, con miras a un Chile de gente hermosa en el futuro.
*Este texto originalmente fue publicado por Belén en el 2016, con un disclaimer: “hay cosas que no quiero cambiar porque estoy muy ocupada”.