Diecinueve

Hace unas semanas mi psicóloga decidió comenzar con el proceso de darme de alta. Un día le dije que estaba contenta con mi vida, tal cual estaba dándose. Que muchas de mis razones para irme a estudiar fuera de Chile eran las ganas de arrancar de mi propia disconformidad personal. Nos veríamos semana por medio.

Me levanto en las mañanas, desayuno tranquila, elijo qué ropa ponerme, me tomo una foto, voy un rato a la librería, nos reímos, mando mails, mando memes. Voy a la consultora, hago lo mejor que puedo, me compro un tecito, camino del Metro a mi casa, llego y le doy comida a los gatos, hablo con mi pololo, a veces bordo, a veces miro algún juego para comprar, le cuento a mi mamá mi día, hablamos de cuentas y cosas de la casa, nos decimos buenas noches. Viajo a Rancagua algunos fines de semana, disfruto el silencio, el ladrido de los perros, a la persona que amo abrazándome en las noches. 

El viernes 18 tenía trabajo que hacer. Tomé el Metro que está a cuadras de mi casa, hice mi pega. Cuando venía de vuelta, el tren pegó un frenazo. Mucha gente no quería subirse ese día con justa razón. El chofer avisó que estábamos detenidos porque había personas en las vías en otra estación. Alguien el martes en una charla de la librería nos dijo: “miren a los secundarios, haciendo evasiones masivas, la tienen terrible clara”. La tuvieron tan clara que el Metro dejó de andar ese viernes.

Caminé más de dos horas hasta mi casa, que queda relativamente cerca del centro de Santiago. Nunca me había dado cuenta del lujo que era usar zapatos incómodos hasta ese día, porque nunca había tenido que caminar tanto con ellos. Con mi mamá nos juntamos, compramos un agua en Bellavista, descansamos a ratos.

Después vino el toque de queda, el estado de emergencia, gente quemada, y mi amargura y angustia fueron aumentando cada vez más: algo me pesaba mientras hacía tres horas de fila para comprar comida, mientras veía en redes sociales la sobreinformación de la verdadera realidad y no la de la tele, personas torturadas, violaciones y vejaciones, abusos de las fuerzas especiales. Escuchaba los cacerolazos en mi barrio, miraba la ventana y veía pasar un tanque, y mis vecinos les gritaban vendidos y asesinos con Los Prisioneros de fondo. El silencio ya no era algo entrañable: era la contaminación acústica, las micros y los autos pasar, las voces de los chilenos e inmigrantes que viven en este barrio, la música alegre, el lomo saltado y los tequeños, las banderas coloridas. El terror de que afuera no hubiera nada, de que un ruido podía significar una tragedia, fue una de las primeras cosas que trizó mi burbuja interior.

¿Por qué sentía que me habían quitado algo? Era injusto. Sentí la injusticia de tener miedo de salir a la calle, de cruzarme con militares y no saber qué hacer, de no saber contener los miedos de mi mamá a que la historia se repitiera. Una parte de mí quería recuperar su vida normal, pero ¿Qué era esa normalidad? ¿Era realmente normal lo normal? ¿Quería realmente volver a esa olla a presión donde de a poco estaban haciéndome sentir cómoda, mientras mis entrañas estaban hirviendo?

Y una semana después de caminar kilómetros con zapatos incómodos, un día después de cantar Víctor Jara al borde del llanto (música que jamás volverá a tener el mismo significado de antes), me di cuenta de que algo se había roto dentro de mí. Vivimos en un estado de tanta búsqueda infructuosa de placer, que cuando nos quitaron todas las cosas que nos hacían tener una vida “normal”, me di cuenta de que no había nada. Solo había una cáscara de consumo, búsqueda de estímulos constantes, alienación, sentimientos reprimidos. Esa búsqueda de placer ya no tenía sentido, y cómo podía tenerlo, si era una corteza rota, empapada de sangre.

Sentí que casi todo por lo que damos nuestra fuerza diaria, ninguna le daba necesariamente sentido a la vida, solo estábamos dándole sentido a un sistema neoliberal, lo alimentábamos con nuestras frustraciones, con todo lo que estábamos reprimiendo, pero ¿tiene que haber algo que le dé sentido a la vida? ¿Es necesario que haya algo? ¿Qué es ese algo que estamos dando? ¿Es un algo correcto?

La revolución, arma y motor del pueblo, me rajaba de pies a cabeza, pero eso no era nada: había gente que no volvería a abrir los ojos nunca más. Solo se me ocurrió seguir dando la pelea, porque ya estábamos aquí, y como bien leí en un cartel, tenía miedo de que todo volviera a ser lo mismo después de esto. Tiene que valer la pena. Tiene que valer la pena. Tiene que valer la pena. No tengo nada que celebrar, tengo demasiado que temer, pero teníamos tanto que decir, que en realidad prefiero abrazar mi cobardía. Prefiero pedir renuncias a los asesinos, una nueva constitución -el zapato incómodo que nos metieron a la fuerza para caminar por más de 30 años- prefiero gritar por un país mejor, para no querer arrancarme nunca más de aquí. Gritaré cantando, gritaré desde mi pieza, gritaré con miedo, pero nunca voy a dejar de gritar. Pese a que me den pánico las calles, pese a que simplemente me dé miedo salir a marchar, seguiré gritando. Estas palabras son grito, reivindicación y perdón a quienes he dañado en la gula del neoliberalismo y el egoísmo.

Y tan solo ha pasado una semana. Recordé a mi papá, voluntario del Partido Comunista en los tiempos de Allende. Mi papá jamás me ha dicho de cuántas balas tuvo que arrancar, pero sí puede nombrarme a todas las aves que hay en la playa cuando estamos de vacaciones. Ahí comprendí que el mundo es como una posta que se hereda, y decidí que tal vez me voy a quedar yo con las balas, pero mañana le diré a quienes hereden este mundo que son aves. Les contaré la historia de cómo una chica desconocida (me gusta pensar que es ella) que saltó un torniquete me cruzó como un rayo y me hizo darme cuenta de toda la rabia y frustración que tenía guardada, por mí y por mi pueblo. Por mí y por todas las amigas que me han puesto el hombro esta semana. Por mí y por toda la gente a la que amo.

Una parte de mí está irremediablemente rota. Pero es una parte que no servía de nada intacta.

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