¿Y qué importa si juega con las nenas?

¿No fue quizá definitorio que cuando éramos chicos y estábamos en el jardín de infantes de una escuela hasta la que yo caminaba, al principio acompañado por mi abuela materna, pronto solo o con los familiares de otro compañero y vecino, las autoridades de la institución y las maestras citaran a mis padres para comunicarles que en los recreos y en las actividades escolares (supongo que en un jardín de infantes no hay una discontinuidad notable entre recreos y tareas) yo jugara solamante con nenas? Los objetos domésticos hechos en escala infantil -heladeritas, mesas y sillas, cocinas, roperitos-, el elenco de muñecas y muñecos bebés con sus pestañas de otro mundo, la ropa cosida a mano, los a veces aterradores ojos de vidrio casi siempre celestes; las rondas que parecían impulsadas por cantos vocálicos, y las mascotas y las flores de la huerta (hasta la albahaca tiene flores) acaparaban al parecer mi atención en las salitas.

Recuerdo poco qué hacían mis compañeros varones, cuyas diferencias con mis compañeras serían mínimas, pero sí que había un cajón de verdulería con pelotas de todos los tamaños y, en cajas forradas con papeles ilustrados, autos en miniatura para los que ellos imaginaban pistas peligrosas. Patricia y yo éramos muy amigos a los cuatro, cinco años; conversábamos en largas sesiones de té servido en vajilla de plástico colorinche, mientras hacíamos dormir a unos muñecos, o les dábamos órdenes o les explicábamos procesos en los que la fantasía reemplazaba la cordura. Años después mi madre contaría en un festejo familiar (ella tenía cinco hermanos y mi padre, otros seis; imaginen la multiplicación de asados durante el año) cuál había sido su respuesta ante aquellas mujeres vestidas con guardapolvos: “¿Y qué importa si juega con las nenas? ¿No somos mujeres también nosotras?” Esa lógica de géiser, expresada de forma abrupta y transparente, iba a caracterizar, para bien y para mal, el estilo verbal de mi madre y desplegaría, esto solamente para bien, un puente firme en el archipiélago de mi amistad consecuente con las mujeres, hecha de admiración por ellas, de jovial parodia de la realidad y de aprendizaje.

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