Todas adelante
Hace unos días supe que venía a tocar Eterna Inocencia a Santiago y una muralla de ladrillos hechos con mi fecha de nacimiento se me cayó encima. Comencé a recordar las primeras tocatas a las que fui, desde que tenía 13 años (ahora tengo 25): la Laberinto, el Piraña Rock de Estación Central, el galpón de Nataniel y el otro de San Francisco con Matta, son los que más visité, entre otros.
No era como ahora (cachetazo de carné por decirlo), porque todas las bandas generalmente comenzaban a tocar a las 4 o 5 de la tarde y entre llegar, pagar la entrada, verlas, comprar una cajetilla de 10 de cigarros y sentarse a conversar en la cuneta, generalmente estaba en la casa antes de que se oscureciera, sana y salva.
Era una esponja. Consumía todo tipo de música. Me gustaba prestarle atención a todo, pero siempre terminaba quedándome en lo ruidoso. Un fin de semana veía a Boom Boom Kid en la Laberinto, otras veces a Asamblea Internacional del Fuego, Sudarshana, PEN, SIA o no sé, otras cosas como Silencio, Asunto, Rey Chocolate, Rama, Lupus, Ribo, Dion 4, D’ Asfalto y Tierra y un largo etc. Más de un par de veces terminé en tocatas de nu metal o aggro en el galpón de Matta, donde además se hacían tocatas de metal cristiano. En ese mismo lugar también, siendo mayor, reemplacé a una bajista de una banda de amigas porque el vino le había hecho mal a la guatita. En fin.
La cosa es que no me acordaba de esto desde hacía un rato. En realidad, desde que vi The Punk Singer, específicamente la escena que aparece en esta foto:
A excepción de algunas ocasiones contadas con las dos manos (son pocas en relación a la cantidad de antros que he visitado en mi corta vida), nunca me sentí violentada o pasada a llevar, pero también aprendí a decodificar muy rápido las formas en las que te podías mover siendo mujer. Códigos buenos y también malos.
En primer lugar, me di cuenta que -hombres y mujeres- dividían a las chicas en categorías: estaban las amigas, hermanas, primas de los integrantes de la banda. Luego, estaban las novias o amigas de los que iban a ver a los grupos y estaban también las groupies. Mi acercamiento siempre fue a partir de amigos y amigas -extrañamente- nunca tuve un novio en la etapa del colegio con el que compartiéramos eso.
Bueno, para mí esa clasificación ya era extraña por el sólo hecho de existir. Pero algo que aprendí más temprano que tarde fue la ubicación física que me tocaba en cada uno de esos lugares. Atrás. Al final. Donde estaban las mochilas apiladas o las botellas vacías. O si no, en la Laberinto, en el segundo piso, donde subían los que querían agarrarse a besos. Todo esto, por una razón obvia: las veces que me agarró un mosh pit me hicieron mierda a golpes. Eso sí, siempre lo vi en términos de individuo y no de género, es decir, soy más baja y más chica que el resto que se está pegando, me va a ir mal si entro. Igual de mal le iría a un hombre con la misma contextura que yo.
Con el tiempo, comencé a darme cuenta que no. Que sí existía un código implícito en el que si no demostrabas con tu apariencia o compostura ser igual de bruta o violenta que un hombre, podían llegar a decirte que te corrieras porque molestabas. Si no golpeabas tan fuerte como ellos, si no empujabas de la misma forma o si no eras capaz de lanzar una patada, era mejor que no estuvieras presente.
Así fue como por mucho tiempo me comí combos y empujones porque no estaba dispuesta a aceptar que un hueón de mi edad, que no conocía, me dijera lo que tenía que hacer o dónde tenía que estar. Aguanté. Fue sólo la primera vez que asistí a una tocada del Femfest que me di cuenta que no tenía por qué disfrutar en términos o códigos que no eran los míos. No tenía por qué masculinizarme si yo no quería.
Esa primera vez fue invierno, sábado en la tarde y la banda de una amiga tocaba por primera vez. Asistí. Si entrabas con pijama, no pagabas la luca de la entrada. Cuando llegué me di cuenta que -aunque tocaban bandas que venían del punk y otras un poco del metal- la disposición tanto del público como de los grupos era totalmente diferente. Y esa foto del documental de The Punk Singer me lo recordó.
Por fin estaba adelante y no tenía que actuar como otra persona. Había ruido, habían ganas, había movimiento y gusto por estar ahí, pero en esa situación nada me presionaba a ser lo que yo no quería ser. Estaban todas las chicas donde querían estar, adelante o atrás, daba lo mismo, era su elección. Y si alguna quería hacer un mosh pit, también podía. Si alguna quería. Esa es la palabra clave.
La última vez que me sacaron la chucha en una tocata fue en noviembre, cuando vino Japandroids al Cine Arte Alameda. Igual fue menos brutal, porque era gente más adulta -por lo tanto- se cansaban más rápido. Esta vez, yo también más vieja, decidí ponerme adelante y soportar el peso de esas bestias sudorosas, haciendo oposición con mi pie apoyado en el amplificador. Me intentaron -desde el público y la producción- echar hacia atrás varias veces. Los de la audiencia con empujones, desde la producción, pidiendo por favor. Y NO PO HUEÓN. Ya nadie me va a tirar para atrás. No, si no lo decido yo.
Y bueno, los códigos de comportamiento existen desde antes que una llegue a ese entorno, pero no por eso tiene que adaptarse a él sin cuestionarlo. Cuando vi ese documental y esa imagen, me acordé de todo lo que les acabo de contar y la verdad es que me emocioné. Todas adelante.