El antes y el después: A 10 años de la muerte de Felipito

Por Paulina Guerrero

“Yo me preguntaba a cuántos académicos de mi facultad podría importarles la señora popular y el por qué tiene una foto de Felipe Camiroaga junto a la de sus nietos en el living de su casa, sin un afán de acumular cifras de publicaciones o fondos adjudicados”. Esta es la historia de Paulina y lo que descubrió investigando el fenómeno del duelo de Felipe Camiroaga en mujeres dueñas de casa.

Una vez leí que entre los tópicos para sostener una conversación de modo más o menos forzado, está el típico del clima, el cómo nos pilló el terremoto del 2010, y qué hacíamos cuando nos enteramos que desapareció el avión donde viajaba Felipe Camiroaga en 2011. Para mí esto es muy fácil de hablar y puedo hacerlo extendidamente: iba en el auto de la Tía Mangue, camino a una pijamada de mi compañía de scout con mi amiga Nati, cuando escuchamos por la radio Pudahuel que el avión desapareció. Esa es mi respuesta estándar y resumida. Sin embargo, ese 2 de septiembre de 2011 -no guglié la fecha, que se sepa- fue el comienzo de un viaje que quizás no tiene retorno y que probablemente siempre me va a sumar nuevas aristas.

¿En qué estabas tú hace diez años? Esa época la recuerdo muy agitada, de meses súper locos, entre las marchas estudiantiles donde exigimos el fin al lucro en educación, las tomas de los liceos y todo un movimiento cultural donde cabían infinitas formas de protesta. Yo tenía 15 años, iba en segundo medio, mi liceo estaba en toma, estaba pegadisima con el disco 21 de Adele, y por motivos bastante adolescentes me sentía identificada con Tom Hansen de 500 Days Of Summer. Era una cabra normal, criada y consentida por la abuela, que estaba tratando de cachar qué estudiar y que sobre todo, tenía muchísima esperanza en lo que podía pasar con el futuro de este país. 

En otra vereda que aparenta ser lejana, diez años atrás, la tele también era muy distinta. Felipe Humberto Camiroaga era amo y señor de la televisión local por razones bien claras: entre que tenía buena pinta y carisma de sobra, era el animador más querido de la escena televisiva. Los seis Copihue de Oro consecutivos que ganó lo demuestran. Hacia los últimos meses de su vida, también demostró que tenía una opinión política bien clara, lo que extendió sus encantos hacia jóvenes y estudiantes. No creo que sea necesario ahondar en cuánto lo querían las señoras de este país, quienes llegaron en masa a la salida de TVN a demostrar su dolor cuando desapareció el avión en el que viajaba. Era un mar de gente, que se mantuvo inamovible hasta cuando se llevó a cabo su funeral en la misma casa televisiva.

La muerte de Camiroaga fue un hecho que nos dio vuelta todo, como quien da vuelta una tortilla: nos disminuyó muchísimo las energías que teníamos puestas en la movilización y afectó el curso que esta siguió, hacia algo menos ruidoso. También cambió rotundamente la manera en que se hacía televisión, pues, sin ninguna cuota de exageración, la persona que era el centro de las comunicaciones, el marketing y la televisión local murió. En ese sentido, creo que a todas al menos se nos aprieta la guata cuando nos acordamos cómo fueron las transmisiones de la búsqueda del avión, cómo se anunció que fueron encontrados los restos de los pasajeros y cómo fueron sus funerales. 

Pese a que el tiempo ha pasado, Camiroaga sigue estando presente en la calle, en los espacios habitados en su mayoría por mujeres de edad adulta. Lo vemos, por ejemplo, en toallas y relojes con su cara que se venden en la feria, en calendarios en los almacenes, en fotos que nuestras abuelas o mamás pueden tener en sus casas, etc.  Aún ya fallecido, su resistencia a desaparecer del imaginario colectivo llevó a rendirle cierto culto o tributo, que al menos para mí, nunca fue tomado muy en serio.

También aparecieron los memes, páginas de Facebook y toda una ola de contenido de internet que se reía de aquello, haciendo gracia de este fenómeno social. Porque claro, siempre va a ser gracioso reírse de las señoras, y por supuesto que también lo era reírse cuando ellas vivían un duelo de un personaje de televisión. Y así fue que transcurrieron varios años, en los que crecimos y fuimos siendo parte de este nuevo Chile que se construía silenciosamente, tanto así que nunca nos enteramos hasta varios años después. 

Siempre me ha gustado ver tele. Y también ver el mundo arder contra las injusticias. Eso me hizo decidir por estudiar sociología: aunque amo profundamente la disciplina, es una carrera hedionda a testosterona, con problemas de identidad y un ego colectivo que da vergüenza ajena, pero que me dio las herramientas para entender un sinfín de preguntas que pensé que no tenían respuesta, pero que la tienen y me generan nuevas preguntas. 

En ese espacio aparentemente rígido y frío yo era una cabra que acumulaba demasiado conocimiento de farándula y cultura pop, y que además le gustaba hacer los trabajos sobre los estereotipos de género en teleseries. Decir que me sentía un hazmerreír es poco. Me hice fama entre mis compañeros por mis gustos poco académicos y mi resistencia a negarlos, sino que por el contrario, a reivindicarlos como un espacio político que también se disputa. Por eso, después de varios aprendizajes teóricos y de la vida, me decidí a tomar un ramo sobre medios y género, el cual me llevó a una aventura preciosa: investigar el fenómeno del duelo de Felipe Camiroaga en mujeres dueñas de casa, voluntariamente, sin tener que rendirle cuentas a nadie, con el único objetivo de saber qué se escondía allí.

Las motivaciones que tuve para tirarme a la piscina son variadas, pero fundamentalmente quería hacer algo contra la seriedad, la sobredosis de machismo y el elitismo académico que había en la universidad -privada, jesuita y llena de varones jugando a ser el Che Guevara-, que francamente me tenían bien podrida. 

Después de varias experiencias desagradables -y dolorosas, por qué no decirlo- sobre mi origen de clase, lo que quería era reivindicarla desde la figura de la dueña de casa, que está aún más al fondo de lo que llamamos proletariado. Yo me preguntaba a cuántos académicos de mi facultad podría importarles la señora popular y el por qué tiene una foto de Felipe Camiroaga junto a la de sus nietos en el living de su casa, sin un afán de acumular cifras de publicaciones o fondos adjudicados. Creo que es un fenómeno muy rico y lo defendí como tal en todas las ocasiones que me tocó hacerlo. Me permitió tener un acercamiento a los estudios de género casi por el acceso trasero y levantar una banderita donde a nadie le importa(ba) que existiera una, y pude hacerlo a mi manera, a mi ritmo y bajo mis convicciones. 

Al principio, ni yo me tenía mucha fe porque el síndrome de la impostora siempre parte ganando, pero mi amiga Joci me convenció de hacerlo mientras postulá bamos como ponentes para el Congreso ALAS, que es quizás la instancia más importante de la sociología en América Latina. Lo hacíamos con una ponencia sobre Soltera Otra Vez -otra banderita donde a nadie le importaba que hubiese una-. Desde la base de mis conocimientos en farándula, metodología y teoría me sumergí en el campo de la sociología de la religión. Estudié mucho sobre cómo fanáticos llevaron la muerte de Gilda en Argentina, cómo se idolatraba a Diego Maradona -que aún estaba vivo en ese tiempo-, pero también sobre género, trabajo doméstico y memoria, sin encontrar mayores relaciones para lo que iba a investigar.

Ya habiendo leído y recogido la teoría necesaria y los casos similares que podrían orientarme, en junio de 2019 hice el terreno de la investigación. Tuve la oportunidad de conocer mujeres espectaculares y con una fortaleza admirable frente a la vida, con historias que una sabe que existen en el mundo de las señoras, pero que el estereotipo con el que cargan se queda corto: problemas en el matrimonio (muchas veces infidelidades y violencia); feminización de la ocupación formal, como ser la nana, trabajo doméstico -remunerado y no remunerado-; tareas de cuidados de los propios y los de la patrona; y, especialmente, para efectos de la investigación, creencias religiosas muy cristianas pero muy difusas al mismo tiempo. 

Fui también a Villa Alegre, tierra natal de Camiroaga y donde el museo local tiene dos pabellones completamente dedicados a él y su historia. Yo ya sabía que se tejía una especie de culto religioso a él, con gente que le pedía favores divinos y milagrosos, pero ahí me di cuenta de la magnitud del asunto y que quizás, por ser santiaguina, no había imaginado su arrastre. Allí la gente deja ofrendas, pide favores y agradece los milagros concedidos, que son muchísimos. Las señoras que me concedieron entrevistas me decían que no creen que él sea un santo popular, “porque no se portaba muy bien en vida”, pero sí las hace sentir protegidas y le piden que les cuide las casas, porque se ha formado todo un relato sobre la protección que brinda a los inmuebles.

Paulina junto con el cuadro de Felipe en uno de los salones en Villa Alegre

Una vez terminado el campo, me senté a escribir y reflexioné en que las feministas de las ciencias sociales tenemos clarito que el trabajo doméstico, remunerado o no, muchas veces es solitario, crea vínculos de dependencia sobre las mujeres que lo realizan y refuerza patrones de género. Al ahondar en los motivos sobre por qué las mujeres con las que trabajé lloraban tanto a Camiroaga y hacían cosas en su nombre, como obras benéficas a pequeña escala, era básicamente porque habían perdido a quien las acompañaba mientras cuidaban o mantenían el hogar. Para ellas, de 8 a 12 mientras se transmitía el matinal era el mejor momento del día: hacían sus quehaceres habituales y se reían en los momentos de diversión que entregaba el animador, se informaban de lo que ocurría en el mundo, y, sobre todo, se sentían acompañadas en la soledad del hogar mientras los patrones, el marido y/o los niños no estaban. 

Cuando le pregunté a una de mis entrevistadas qué era lo que le llamaba la atención de Camiroaga, me decía que era que “(él) siempre estaba contento. Él irradiaba mucha alegría, y yo como te digo, yo tenía depresión… y yo prendía la tele a las ocho- y yo no me levantaba… y yo prendía la tele y ahí corría la cortina, abría la ventana, y veía a Felipe y me mataba de la risa. Terminaba el programa y yo cerraba la cortina y todo”. También, al hablar de qué era el animador para ellas, una de mis entrevistadas me dijo que “inconscientemente tenía un amigo, que yo lo veía por televisión y por todo eso, y después que él no está… tú te das cuenta de que… de que igual te hace falta”. 

Inevitablemente, con la muerte de Felipe Camiroaga, las rutinas que mantenían por años muchas mujeres se quebraron abruptamente. A pesar que siguieron trabajando como lo hacían rutinariamente, sentían que habían perdido a un ser querido, traspasando las barreras entre la televisión y el hogar. En palabras de una de ellas ,“porque uno piensa que a uno le va a afectar cuando muere una persona o alguien que uno conoce, un vecino (..) Pero con Felipe la pena como que te quedaba, inclusive como que la pena te duraba mucho tiempo. Como que duró mucho, fue muy largo, fue muy larga la pena”. Esto en particular me impactó mucho, pues una búsqueda rápida por YouT ube sólo muestra los videos del llanto y el desconsuelo de las señoras a la salida de TVN, pero no lo que sucedió cuando volvieron a sus casas, que al final del día es el lugar donde debieron reponer sus energías, vivir el duelo y continuar con sus vidas.

Y sin más, a secas y sin ahondar mayormente, pude terminar la investigación satisfactoriamente a fines de septiembre, concluyendo en la importancia de estudiar cómo la televisión juega un rol importantísimo en la trayectoria de vida de las mujeres dueñas de casa, que en este caso ha sido acentuado desde la óptica religiosa.

Todo eso pudo ser el fin de esta historia, pero no. 

El 18 de octubre de 2019 nos agarró como si fuese una invasión alienígena -te pienso Cecilia Morel-, y tal como el 2 de septiembre del 2011, se nos dio vuelta todo. ¿En qué estabas tú ese día? Yo tenía una cita con mi ex: llevábamos saliendo hace un par de semanas y habíamos comprado entradas para el recorrido nocturno del Cementerio General. Entre las clases que tuve y los torniquetes que vi en el suelo, el día avanzó tan rápido que fue imposible juntarnos, y terminé en el balcón de mi amiga Javi viendo el incendio de Enel, que justo vive al frente. Piola, ¿cierto?.

La revuelta social de octubre aún me resulta inconmensurable, pues sigo sin poder hilar las palabras para describir todo lo que sucedió y cómo me sentí en general. No obstante, tengo varios recuerdos de emociones: el terror cuando P1ñ3r4 anunció que sacaría los milicos a la calle y cuando me los encontré la mañana del 19 de octubre regresando a mi casa, la alegría de los cacerolazos con mis vecinos, la emoción de estar saliendo con alguien y que, a pesar de la represión, no hayamos dejado de mimarnos. Y la infinita esperanza de esto totalmente nuevo que se estaba tejiendo pero que tanto anhelábamos.

En todo este caos y convulsión, social y personal, amigues y conocides empezaron a etiquetarme en apariciones de Felipe Camiroaga en medio de la revuelta. Hubo un cabro que salió a protestar con la toalla de Camiroaga, y hasta yo misma un viernes en Plaza Dignidad me topé con un Felipe Camiroaga. Pese a que no podía cambiar la investigación que hice a la luz de lo que estaba pasando, sí cambió la forma en que presenté los resultados en el congreso, en diciembre de ese año. Me paré con una polera que decía “En Chile se violan los derechos humanos” a hablar de mi investigación -que tuvo bastante aceptación-, pero también de las protestas y cómo apareció Camiroaga en estas. Para esto, tengo una hipótesis poco científica pero que me hace sentido, y con eso me basta.

Sonia Montecino, antropóloga chilena, escribió en 1990 sobre la importancia de lo femenino y “la dominancia de la mujer en la estabilidad de la vida cotidiana”. No en vano el día de la madre es el día que más plata mueve en el año después de la Navidad. Indistintamente si es nuestra mamá, abuela, tía, o incluso la trabajadora de la casa, la figura matriarcal es sagrada en América Latina, pues ella nos crió, nos cobija hasta cuando ya estamos grandecitas y nos evoca al hogar. Esa cosa que es tan latina, de la familia, la mesa extendida y el regaloneo infinito. Es algo que culturalmente nos forma y que nos genera sentido de pertenencia, en torno a nuestras familias y también a nuestras comunidades.

Yo en cada una de mis amigas reconozco la importancia de las abuelas en sus vidas, y sé y me consta que cuando salíamos a cacerolear a las calles en esos días locos de octubre, lo hacíamos con los nombres de nuestras viejas en el pecho. Mi lucha, la de ellas y la de millones era en nombre de quienes nos cuidaron y no recibieron ningún peso y ningún reconocimiento institucional.

Con esto no pretendo llegar a la raíz de por qué aparecieron cientos de imágenes de Felipe Camiroaga durante la revuelta y por qué incluso apareció en la franja del apruebo. Sería un esfuerzo inútil. Sí creo que se hizo presente justamente por nuestro reconocimiento a lo maternal. Fueron ellas, las señoras, las que a nivel de masas populares sintieron con mayor dolor la muerte de Camiroaga, y pude acercarme un poquito a ese fenómeno en la realización de la investigación. 

Izquierda: Felipe en un pilar cerca de Plaza Dignidad/ Derecha: Placas de agradecimiento por favores concedidos en Villa Alegre, en uno de los salones nombrados en su honor

En las protestas, Camiroaga aparecía  como un ente que orbitaba la revuelta: no fue un símbolo como lo fue el Negro Matapacos, pero sí estuvo. A mi parecer, desde el recuerdo del amor y el sabor a hogar, ese que me imagino cuando cierro los ojos y pienso en mi bueli haciendo carbonada con la tele prendida en el living. Tomar a Camiroaga y sacarlo a la calle creo que, desde lo popular, es un gesto de gratitud con las mujeres que nos formaron, pero también de sacar la rabia acumulada que tenemos por las injusticias que ellas han pasado, porque sabemos que la violencia es estructural. 

Así como muches estuvieron con sus madres, abuelas o tías, pegadas a la tele cuando desapareció el avión, también lo han hecho, por ejemplo, acompañándolas a cobrar los pocos pesos que le dan de jubilación, llevándolas a la hora médica que se demoraron cuatro  años en obtener desde el hospital, ayudándola a postular al IFE o yendo a buscar sus  remedios al CESFAM, para llegar con las manos vacías porque no hay stock suficiente de medicamentos. Ahí, al pie del cañón con la señora, descubriendo que el progreso del país OCDE son con suerte los números rimbombantes del PIB y no algo que se traduzca en dignidad. Por eso, como leí una vez en la esquina de Nataniel con Alonso de Ovalle, en el centro de Santiago: “marcho por mi vieja y todos los asesinados”.

Si bien tuve aproximaciones sobre cómo es lo que Felipe Camiroaga provocó y provoca en un pequeño grupo de señoras, creo que nunca lo comprenderé. A diez años del día en que desapareció, hoy ya tengo mi título profesional, un trabajo estable en una empresa multinacional y puedo darme pequeños grandes lujos, pero hay cosas que no cambian, como la espina de clase. Hoy conozco las palabras machismo y clasismo, en un sentido teórico y empírico. Sociológicamente, creo que son categorías de análisis para describir aquello que pasó cuando comenzaron a venderse souvenirs de Camiroaga y a la seguidilla apareció una horda de pelotudos haciendo memes, riéndose y burlándose. 

Aunque como sociedad hoy podemos, más o menos, identificar cuáles son las estructuras bajo las cuáles operamos como personas, hace una década  no era tan así. Hubo y aún existe un sesgo hacia el modo en que miramos a Felipe Camiroaga y el efecto dominó que provocó su fallecimiento, como si fuese algo anecdótico pero que sabemos y nos consta que para muchas mujeres es lo contrario. No es azaroso, no es mera moda, no es aislado. Es una vivencia que, sin duda, desde las alturas es muy difícil de examinar.

Con todas estas palabras, mi finalidad no es entregar una respuesta porque ni siquiera sé si tengo una pregunta que responder. A duras penas, una historia que contar y una reflexión que compartir. En este día especial, donde no sólo falleció Felipe Camiroaga sino que también otras veinte personas, mi lugar está con las señoras que se sacan la mugre parando la olla, criando a los niños y cuidando a los ancianos, todo a la vez. Espero que algún día no muy lejano este sea un país que las merezca.

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