Fragilidad
El 11 de noviembre de 2019, cerca de las 23 horas, el Parque Ramón Cruz, en la comuna de Ñuñoa, fue azotado por tercera vez por bombas lacrimógenas, lanzadas indiscriminadamente por las fuerzas represoras de Carabineros de Chile.
A esa hora, yo intentaba descansar, algo que no puedo hacer bien desde el 18 de octubre de este año. En la oscuridad de mi dormitorio, escuché cómo explotaban y ese asqueroso gas se iba apoderando de un espacio que es usado diariamente por niñes, jóvenes, adultos y ancianos. Ese gas que se adhiere a los árboles, a los juegos infantiles, al pasto y que flota en el aire que respiramos todes.
Mientras pasaba el helicóptero sobrevolando a muy baja altura y las explosiones no se detenían, me puse a llorar. Porque esta violencia diaria, que se cuela en nuestro cotidiano más íntimo, me tiene frágil. Porque me quiebra no sólo que nos invadan sino que los ojos perdidos, las mujeres violadas, los jóvenes torturados. Me fractura el corazón la ceguera y sordera sin medida de quienes tienen el poder y no han sido capaces de dar una solución humana. Me rompe, me debilita.
Instaurar esta fragilidad es una de las tantas -y pavorosas- maneras en que los estados capitalistas buscan asegurar su propio bienestar a costa del de los ciudadanos, con el fin de promover y establecer sólidamente sus sistemas neoliberales. Se trata de que te van carcomiendo el corazón a punta de terror, de incertidumbre y de, por supuesto dolor. Para esto, usan la violencia más evidente: bombas, balines, golpes, torturas; así como también la silenciosa y que es consecuencia de la primera: incertidumbre, desorientación, vacío, miedo. Quieren roer por dentro para que, cansados, pidamos clemencia. Porque sé que eso quieren, que bajemos los brazos aceptando silenciosamente un nuevo fracaso (para ellos, otra victoria).
¿Qué hacer con esta fragilidad? Mientras miro a mi hijita de dos años y medio, trato de responderme a esa pregunta diaria. No quiero que el horrendo gas lacrimógeno invada el espacio de ningún ser humano, no quiero que mientra ella duerme abrazada a su muñeca regalona, los pacos deambulen por el mismo espacio donde juega, no quiero que más gente quede ciega, no quiero más indolencia ni humillaciones. ¿Qué hacer con esta fragilidad? Vuelvo a preguntarme. Hace unos días, mientras plegaba un fanzine que hice para canalizar toda la basura que se estaba acumulando dentro mío, dije “no voy a permitir que Piñera me quite ni una pizca del amor que tengo”. Y creo que por ahí va mi respuesta. Mi fragilidad es que me quiten el amor y la fortaleza que me da sentirlo. Entonces, seguiré haciendo lo que amo y amando lo que están haciendo los otres en las calles. El amor es compartir y lo que ha sucedido desde el 18 de octubre es eso: pasamos de mirarnos el ombligo a mirarnos a los ojos. No nos perdamos, nunca más.