Ya No Hablamos #8: Anoche soñé que te gustaba

Capaz que esto te sorprenda pero la semana pasada te fallé porque estaba haciendo mis cosas. Desconozco si Plutón se movió un poco más a la izquierda y lo ordenó así, si mis sentimientos han cambiado, si el hecho de verte desde el colectivo y no tener ganas de bajarme para correrte con un palo significa algo, o si acaso – has de temer – me gusta otra persona. La vida es una fuerza impredecible. Si a esto le sumo, con modestia lo digo, que me considero a mí misma, nuevamente: con modestia, una fuerza de la naturaleza; creo que todo cierra.

Si sé, no pienso agradecerte, que mi amor por vos es productivo. Si sé, no pienso reconocerlo ante ningún tribunal, que has sido mi inspiración para esto y mucho más. Si sé que pienso en vos y en el vaivén de los sentimientos voy y vengo. Ahora vengo. Hay una cuestión de la cual no hablamos. ¿Fue la belleza, o la falta de, un factor que alteró lo nuestro?. Sin miedo, con honestidad. Digamos lo que hay para decir.

Nunca me dijiste que estaba linda. Ni una vez en voz alta. Eso redoblaba mis esfuerzos por estarlo o al menos acercarme a algo parecido a estar linda. El día que me puse la camisa verde esmeralda con los jeans, me solté el pelo con un leve batido hacía la izquierda, apenas use base y me anime al iluminador. Nada. El día que me compré el vestido negro de mangas largas, el que esta lleno de constelaciones, el que tiene incluso un torito en honor a tu signo, esa noche que llegue con los ojos chinos de haber dormido poco, rojos de haber nadado tanto, pero con medias nuevas con cruces más negras impresas sobre la lycra. Nada.

El día que me puse la pollera negra con un leve vuelo, con tachas muy pequeñas cerrando su confección, la noche del brazalete negro que simula ser una víbora que muerde el brazo, la noche que use una remera de la Velvet Underground, campera de cuero y mocasines. Nada. O si… algo, como puedo olvidar tu dictamen sobre mí. ¿Y esta pollera? preguntaste. Ahí se me encendieron las alarmas de la esperanza. Es nueva, te dije. Detenido en el tiempo tu discurso pensé, ¡soñé!, con la magia de tus palabras y el padrinazgo de tu buen gusto. Un punk sutil, dijiste mientras jugabas con las tachas de mi pollera con la misma crueldad con la que jugabas con mis sentimientos. ¿Nada más?, te pregunté pensando que sólo era una broma, que estábamos en el prólogo de la cristalización del “estás linda”. ¿Tengo que decir algo más?, dijiste. Barrí el departamento con los ojos y bajando la cabeza dije que no. Realmente no había nada más para decir. Y realmente y de forma definitiva yo no era linda. No ante tus ojos.  Y todo lo que queda por fuera del dominio de tus ojos, gobierno al cual obedezco incluso en el peor de mis días, es ceguera.

En mi diario íntimo anoté cada una de las veces que desviaste la mirada buscando seguramente lo que yo no te daba.  En Juncal y Córdoba vi como mirabas a una estudiante de medicina, rubia, pelo corto, botas altas, ojos claros, andar despreocupado por la vida, bata blanca, en mi imaginación bata blanca con manchas rojas, las manchas rojas era tu sangre que salpicaba el centro del pecho de la futura doctora, aparentemente un lugar que deseabas profundamente habitar.

Te vi, no dudes que te vi, en Corrientes y Uruguay un martes a las 19:35 horas. Empezaba el otoño y por fin luego de mucho esfuerzo, había logrado entrar en los jeans que habían quedado doblados desde el 2008 a la espera de volver a ser dignos de envolver mi cadera. Ese día llegó, que no hice para que no llegara, y decidí festejarlo con vos. Vos decidiste festejarlo con el culo que cruzaba impávido Corrientes encarando para Guerrín con el firme propósito, seguramente, de expandirse aún más. Por un segundo te imaginé como un bollo de pizza doradito y quemado.

No pienses, nada sobrevuela mi radar sin que yo apunte con una ballesta, que no te vi en Lavalle y Rodriguez Peña seguir con ojos de halcón a esa colorada huesos de cristal, pigmea enana del mal de 1,50 y estoy siendo generosa, 47 kilos con mucha suerte, rulos espantosos como una corona de reina de microcentro porteño en decadencia, como decadentes son mis acciones en la bolsa de la belleza, risa aguda como urgencia de 911, impactando contra el asfalto, impacto compartido con mi corazón que se desplomaba en caída libre desde el cielo hacía la nada, tristeza infinita, no fue una nada que se me metió en el ojo, fue mi tristeza, el cansancio de tanto esfuerzo para nada, el cuidado con el que había elegido la pollera y la remera con cuello de tul y botón en forma de diamante, las ganas que le había puesto esa noche a mi anatomía, todo lo que no había comido esa semana para entrar en la ropa que pensaba regalarme para mi cumpleaños, ropa que te regalaba más a vos que a mí misma, solidez que se desploma en las últimas horas de mi natalicio, el hecho de enfrentarme a la verdad, de volver a confirmar con dignidad y con algo de altivez que no soy linda, que no es ese mi don en la vida, que mi inteligencia debe ser otra. Porque la belleza es también una forma de inteligencia. Y no sólo es una forma de inteligencia, la belleza se impone. Y yo nunca pude imponerme frente a vos.

No te costaba nada. Esa es la verdad. No te costaba nada decirme que estaba linda. No te costaba nada mentir. No te costaba nada inventarme un mundo hecho a medida de mi belleza. No te costaba nada mirarme como si fuera yo capaz de detener el tráfico. No te costaba nada mandar a detener el tráfico en mi nombre. Sobornar un policía, arreglar con una línea de colectivo, acordar con un taxista, convencer a dos o tres automovilistas, que todo se detenga por unos segundos, que los luces de los autos inventen una alfombra de luz, que se haga el silencio en el medio de la noche, nosotros dos de la mano cruzando la calle con lentitud, que me veas conmovida con tu gesto, que acordemos sin palabras en un vacío tácito que es mentira, que lo creaste para mí. Pero que vale igual, que vale lo mismo. Una vez, una noche, alguna mañana, unos minutos.

Me hubiese gustado que me dejaras creer que soy linda. Que me corrieras el pelo de la cara y me dijeras qué linda que sos. Eran tres palabras. Si yo hubiese escuchado esas tres palabras jamás hubiese vuelto a escuchar música porque ligadas unas a las otras, esas palabras hubiesen formado la única música en repeat que yo necesitaba para atravesar mejor la vida.

No te costaba nada. Yo jamás te hubiese pedido que lo dijeras públicamente. Yo jamás te hubiese pedido que tus redes sociales amanecieran actualizadas con tu declaración jurada sobre mi bellezas. Yo jamás te hubiese pedido que lo creyeras de verdad. Era una vez, era una vez, podés escuchar el canto de sirena para poder llegar a la costa o abandonarme finalmente al mar. Era una vez esuchar el canto de sirena y samplearlo para toda la vida entre la ternura y el pudor. Era una vez escuchar caer cristalinas las vehementes, pero breves, declaraciones de tu amor ante la estructura que me contiene en el mundo.

Era una vez, sentir que te acercabas a mí en el momento menos pensando, mirando la tele, vigilando el arroz, saliendo con una toalla en la cabeza después de una ducha, sentada mirando las totoritas que coronaban tu ventana. Era una vez que te acercaras a mí, me rodearas por atrás con tus brazos, te pegaras a mi cuerpo y me dijeras al oído: sos linda.

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