La columna de Josefina González: ¿De qué color es la vida humana?

Es muy difícil caerle mal a todo el mundo y llegar a ser verdaderamente odiado. La gente venera a personajes detestables e inhumanos y hasta el delincuente miserable que le roba un instrumento musical a un ciego puede llegar a ser el héroe de una película. Los hombres y mujeres más despreciables de la humanidad han creado verdaderos cultos de fieles que los siguen, defienden e imitan. A veces estos seres aberrantes sufren traumas familiares indecibles a edad temprana y eso explica en parte su comportamiento. Otras veces nacen y crecen en núcleos perfectamente bien constituidos, llenos de amor, buena educación y solvencia económica. Yo crecí en una familia muy cariñosa que me enseñó que había que reírse grupalmente al partir la sandía para que saliera buena y que las escenas de riesgo de James Bond 007 las hacía el agente 014 que era su doble. Vivíamos en Temuco y yo pensaba que la maldad era una sombra negra que consumía irremediablemente solo a ciertos individuos muy puntuales, pero ahora me doy cuenta de que la frontera entre ellos y nosotros es a veces delgada como las venas de los brazos.

La gran mayoría de las personas normales necesitamos muchos detalles escabrosos de la crónica roja que nos rodea para sobrellevar el aburrimiento diario y en ese afán de divertimento convertimos a horribles psicópatas en estrellas; personajes infinitamente más entretenidos que nuestra profesora de inglés o nuestra niñera. Al hacernos adultos descubrimos que la profesora de inglés y la niñera eran amigas y vemos en las noticias que juntas asesinaron con un martillo al bebé de nuestros vecinos. Ahí se acaba la infancia protegida. Lamentablemente, yo estoy segura de que en una vida pasada fui una persona extremadamente mala aunque al final de mis días sufrí el castigo que merecía. Creo que por eso en mi vida actual no siento ganas de soportar experiencias límites ni cometer crímenes sino de recoger perros abandonados y ayudar a señoras lisiadas a cruzar la calle.

Según mi regresión, fui un niño muy malo desde pequeño. A los cinco años ya descuartizaba pajaritos y lagartijas y sentía un miedo horrible a que alguien me comiera. Con mi padres vivíamos en Rusia en los años veinte durante la gran hambruna y el consumo de carne humana era algo común, ligado por supuesto a las frecuentes y masivas desapariciones en Chelyabinsk, nuestra zona. Fui un mal hombre y no puedo explicar por qué. Asumo que nadie nace queriendo terminar en la prisión de máxima seguridad de Kopeysk con dos cadenas perpetuas encima por canibalismo. Tengo muchas dudas sobre ese individuo que alguna vez fue yo misma antes de yo serlo, pero he corroborado el nombre completo y la fecha de nacimiento y eso es suficiente para explicar la fobia que me producen la carne y las mamushkas. Durante mi investigación también descubrí que existen cuestionarios online que ayudan a los curiosos a saber si en sus vidas pasadas fueron gente de mal a través de preguntas:

¿Qué parte del cuerpo te pica con más frecuencia?
¿A qué animal le temes más?
¿Cuántos dientes tienes?
¿Sientes culpas inexplicables?
¿Apareces con la misma expresión en todas las fotos?
¿De qué color es la vida humana?
¿Cómo huele la tristeza?

Hay personas con mucha suerte que han sido malas y la vida les ha dado otra oportunidad durante el mismo ciclo de existencia. Un delincuente gringo en los ochenta sufrió una golpiza brutal de parte de otros pandilleros y quedó en coma. Cuando despertó, sus ojos eran capaces de visualizar fractales, podía ver la composición numérica del universo. Se transformó en un destacado matemático y científico y sin duda también en un ejemplo para la sociedad. Yo no quisiera que nunca jamás nadie me pegara en la cabeza, pero de ser así, quisiera despertar de la inconsciencia con la capacidad de oler las palabras. Tengo la certeza de que la palabra guagua huele a merquén y que sandía tiene más olor a pasto húmedo que a sandía.  

La ciencia dice que el uno por ciento de la población siente en su boca los sabores de las noticias amargas y los comentarios ácidos. Pienso un poco en la envidia que me producen esos afortunados mientras miro el atardecer sentada en la vereda. Aparte de ser levemente envidiosa, soy una excelente persona en esta vida. Corre un viento tibio y siento ganas repentinas de comprarme una silla mecedora, un rifle y un banjo. En vez de eso voy y me compro 19 cigarros sueltos en la botillería. La palabra rifle huele a croquetas de pollo y la palabra dolor sabe a pepinillos dulces. Leo en los diarios que el país avanza. La mujer que atiende el negocio me habla de unos científicos chilenos que descubrieron una novedosa medicina extraída de ranas. Dice que si no sana hoy, de seguro sanará mañana.  

*Foto: Cecily Brown

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