Escribe con frecuencia porque a veces duerme bien

Martes  –  9:00 am – Luna llena / Plutón en Cáncer (insoportable)

Llego temprano al trabajo; me encuentro incluso con las mujeres que limpian las oficinas y los pasillos de la editorial cuando voy a buscar agua caliente para el mate. Con la cabeza alborotada, recién una semana después siento los efectos de una noticia en la que se entremezclaron la fatalidad y el destino vestido con mejores galas. Mis compañeros todavía no llegaron (repito: es temprano) y escucho la conversación ajena. Horas antes había escuchado, en casa ajena, el canto de los pájaros, siempre el mismo canto diferente de los pájaros detrás de las ventanas, con las persianas cerradas y las cortinas corridas, invierno, primavera, verano, reemplazado a veces por el sonido de la lluvia (en ese sentido hay que reconocerles a los pájaros una ventaja: no salen cuando llueve), ¿mejor estar dormido que estar despierto?

Es raro cuando la alegría y la tristeza se dan al mismo tiempo, como si (me sale ejemplificar) la fortuna llegara tímidamente, en puntas de pie, o el malestar tropezara con gracia, un humor torpe e involuntario en medio de la solemne gravedad, un gag calculado con precisión, obviamente por otro. Eso ocurría pocas veces en la vida de X (pongamos la mía por caso), parecía que una nutriera a la otra, o que, dado el caso también, una dejara caer a la otra, sostenida como se dice por un hilo, el hilo de una red mayor que comunica (y además amenaza) la alegría, el sueño, los diferentes cantos, algunos de despedida, otros nuevos y radiantes como el verano, el trabajo ajeno y el propio, la impaciencia y la espera, el diálogo entre especies incluso.

Sábado –  tardecita – Abrí una latita de Twings

Llamo por teléfono a mi madre el sábado a la mañana. No estoy solo en el departamento, desde la cama tendida hace un rato (para que parezca fresca, como aprendí de mi abuela paterna en un caserío serrano) escucho el teclado de la computadora. Ella me cuenta que hace mucho calor allá y que pronostican por la tele que así seguirá por siete días. Le pregunto si llovió, si la casa es fresca y si el perrito que tienen duerme adentro (sí duerme adentro). Le cuento que el jueves a la noche falleció un conocido, un año menor que yo, de un infarto. Lo lamenta y a continuación me dice lo mismo que dijo Char el día anterior, cuando lo llamé para contárselo: que pida una misa por su descanso.

Ya que saqué el tema, mi madre me comenta que ellos encienden velas en el cementerio del pueblo, allá en el sur de Italia, “el día del cumpleaños de la muerte”. Me pregunto quiénes serán “ellos”, además de su marido y de ella misma, juntos. Lloro bajito (me arrepiento enseguida, pero si no puede consolarme mi madre entonces quién), no sé si por la muerte de ese hombre de casi cincuenta años, que era padre de una adolescente, por la voz de mi madre o porque me percato de que no la veo hace mucho tiempo y de que, como acabo de comprobarlo recién otra vez, cualquiera puede morir un día cualquiera.

Este día sobre el que escribo ya empezó y pienso en el futuro: en la hora del almuerzo, en un paseo no muy lejos de casa (donde vemos a un grupo de varones disfrazados de samuráis que practican con sables poses de ataque; la gente que pasea por el parque los observa como si una familia de gatos se hubiera sentado filosóficamente a tomar el té y a comer sándwiches de miga), en una siesta, en una visita tampoco lejos (María vive a dos o tres cuadras con el hijo y con su perro Gastón (lo encontró en la calle lastimado y lo adoptó; es un perro simpático, un poco chusma y muy educado, me doy cuenta de eso por la forma en que cruza las patas y nos mira cuando está tendido en la alfombra, como si dijera “¿de qué hablábamos?”)), en lo que pasará en los días y en los años siguientes (crucemos los dedos) y en una casa que sea fresca en verano y bien templada en invierno.

Miércoles –  20:30 pm – tuve un día curioso.

Un encuentro inesperado, dos años después de un episodio en que jugaba un papel familiar (la víctima), trae el recuerdo de una relación trunca no sé si por la ansiedad, el narcisismo de la rivalidad (al revés también tiene sentido) o simplemente la falta de temas de conversación. Hablábamos, sí, de marcas de celulares, de sitios para bajar música gratis (siempre me dio una pereza… además de temer que la copia no fuera fiel), de bares con onda, un simulacro de confort, claro, en el que sentirse casi como a gusto. Había soñado con la casa de un amigo en Moreno, la infaltable cama, una pelotita de tenis, con un plan común para unas horas después (comer, por ejemplo), con los esfuerzos que hacíamos para ganar la aceptación de los demás, recompensados a veces.

Hoy traté de imaginar cómo la mirada ajena (algo volátil) se posaba, no sobre mí, sino sobre una imagen de mí, en el efecto de esa huella; era como el intento que uno hace cuando trata de acompasar la respiración propia con la de los demás en una meditación o cuando no se duerme solo y es tarde. Llego a la casa de un amigo (esto nunca ocurrió todavía), fumamos y tomamos té y mate; el día se oscurece en las ventanas, llueve y estamos adentro, cálidos, tanto que nos olvidamos de los que viven en la calle y de que vamos a volver a la calle en algún momento; ese amigo pone un disco cualquiera (el primer disco solista de Tracey Thorn o uno viejo de Marina Lima), callados nos parece que lo ideal adquiere contornos definidos, pintados de un solo trazo sin que las manos tiemblen porque nadie conoce a fondo la razón de las expectativas

Jueves – ¡Me fui temprano! – 

Ayer a la salida del trabajo, temprano (pero porque había temprano, ¿eh?), me encontré con un viejo conocido que tenía una disquería en la galería que hay en la esquina de Córdoba y Callao, donde funciona una universidad privada. Ahí estudia filosofía una de mis jefas; justo ayer a la tarde ella me contó que debía rendir dos materias: Historia de la Filosofía Antigua, creo, y otra llamada Filosofía Para Niños (muda quedé al escucharla). Este ex disquero, a quien yo le compraba discos de Cassandra Wilson, de Angelique Kidjo y de Patricia Barber (en esa época a mi pareja y a mí nos gustaban, casi exclusivamente diría, las cantantes de jazz), se subió conmigo al tren luego de que lo saludara. Yo lo había reconocido primero y le hablé como si nos hubiéramos visto la semana anterior aunque hubieran pasado más de quince años.

Cuando me preguntó qué hacía por ahí (algo que también me pregunto a veces), le conté que trabajaba hace unos años en el suplemento cultural de La Nación; él quiso saber si me refería a Ñ, lo que me hizo pensar en el inevitable destino subrogado de las copias. Fue una lástima que se bajara enseguida, en Núnez, la estación siguiente; a él (dijo) le había dado gusto verme y a mí también encontrarlo, un compañero del pasado del amor y de las canciones. La noche anterior había terminado de leer “Love Songs”, el nuevo libro de poemas de Florencia Abbate (ya conté que había leído sus novelas editadas en Emecé años atrás), y la melodía del verso a medias hablado (“como un scat”, diría tal vez mi pareja que amaba a las vocalistas) había sido perentoria: “Disfruta por última vez los acordes./ Y despide, despide lo que pierdes”.

Domingo –  Poco importa la hora – 

Tomo el tren en Constitución para ir a lo de Sergio en Bernal; una amiga de él murió esta madrugada. Había corrido por el andén para subirme al tren que salía antes. Dos chicos con gorrita me animaban, mitad en serio, mitad en sorna. “¿Y ahora qué?”, les dije cuando había alcanzado el último vagón. Supongo que esa pregunta cubrió el día entero como una nube. Ya en lo de Sergio, adonde habían llegado Gastón y su pareja desde General Belgrano (Gastón me dijo que allí hay un río e incluso termas de agua salada; pienso que un día iré a visitarlos), hablamos de la amiga de ellos (que tenía mi edad), de la enfermedad y del comportamiento de la familia (deplorable, a grandes rasgos).

Los dos habían sido amigos de una ex pareja que tuve hace un par de años; cuando les pregunté por él –tiene el nombre de un dios griego– me contestaron que hacía meses que no tenían noticias y que, de hecho, esa amistad se había roto. Casi sentí vergüenza cuando me dijeron que en ese tiempo ni siquiera había llamado para preguntar por la salud de ella. (Era muy católico, entrábamos en la iglesia de cada pueblo que visitábamos.) A la tarde (la niebla se había retirado y se veía el cielo limpio, con la media luna brillante en el cielo como una sonrisa de costado) llegó el hombre que había perdido a su mujer. Nos contó pormenores de la enfermedad, siempre crueles y humillantes para quien la padece, de su decisión de cuidarla en casa, de los problemas económicos que tendría que afrontar pronto, del destino de algunos objetos personales. La fragilidad y la fortaleza que coexisten en cada uno de nosotros en él se habían agigantado, como si hubiera una lente de aumento entre él y los demás. Al despedirme, dudé cuando me preguntaron si no quería quedarme a dormir para acompañarlos mañana al cementerio de Avellaneda. No había llevado medicación para tomar, ni el disfraz que uso para ir al trabajo.

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