No es nada flores y pajaritos

Por María Belén Proaño V.: Procurando una vida más simple vine al campo y ahora tengo seis perros. Exploro  saberes de las plantas y escribo canciones en una banda.


“A cada pájaro su nido”, “siempre se vuelve al nido”, la gente que utiliza estas frases claramente nunca ha visto un Quilico (pájaro 1) llevar alimento al nido de las crías del colibrí (pájaro 2) para que estas salgan y enseguida empujarlas al vacío y quedarse con el nido.

Esa imagen fue una de las primeras con las que me bauticé en mi lance de ir a vivir al campo, a sembrar mi comida y a vivir entre flores y pajaritos. Nadie dijo que iban a ser cadáveres de pajaritos.

Quién va a saber, una solo quiere cambiar el pavimento por aire fresco pero como toda elección, tiene su precio. El primer golpe de literalidad que me propina mi vida campestre fue la vez que tuve que ir a verificar los restos de uno de los cerdos, Jacinto, que había sido atacado por unos perros hace pocos minutos. Qué escena. Cuando fantaseaba con mi vida en la paz del campo nunca me vi teniendo que identificar los pedazos de carne recién arrancada de un animal y de paso sacándola de la boca de mi gata.

Eso me enseñó a no ponerle nombre a todo lo que se mueve. Es curioso el impulso que nos lleva a querer nombrar para ordenar la realidad que nos rodea. Nos hicimos la idea de que al investir la cosa la conocemos, la estudiamos, la controlamos. La vida en el campo te muestra, una y otra y vez, que no es una cuestión de dominación sino de aprender a discurrir. En un cajón de la cocina tengo muchas fichas de perros que han muerto, de esas que te dan cuando visitas algún veterinario para controlar las vacunas. Papeles que definitivamente evidencian mis intentos de vivir con códigos urbanos en un lugar en donde toda la gente enviaría a sus perros a la primera línea de batalla para ser destrozados cuando el apocalipsis zombie llegue. 

Al  mismo tiempo, la idea de existir en un medio rural era intentar descifrar otras formas de relacionarme con los miembros de mi comunidad en mi condición de mujer. Sabemos que la experiencia de la mujeres en la ciudad se parece a la de nadar contra la corriente. Pensaba que entre cultivos orgánicos podríamos crear prácticas que alejen de mí la idea que por ser mujer recibo un trato desigual. El primer día que llegaron a pagar por una cosecha de aguacates pero no pagaron nada a la final porque el “señor de la casa no estaba pa dejar el dinero”, me di cuenta, el medio rural siempre les ha pertenecido a los hombres. A ellos también.

En el campo no hay metáfora. Es la vida en su versión cruda, grotesca pero cándida y con comida fresca. El resultado se aleja de esa idealización de la vida campestre y se acerca más a la ambigua experiencia humana. Si no que esta vez es sin rodeos y sí entre perros y burros con nombre y apellido.


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