Angela Davis, la población y la sororidad

Los primeros recuerdos que tengo de subirme a un auto es con mis abuelos a la casa de mi tía Isabel en Lo Barnechea. Ella vivía en el sector de los cerros, donde estaba la clase trabajadora de ese sector. Donde veías negocios de barrio, el consultorio, la plaza y a los niños tirándose agua con mangueras en el verano. La íbamos a ver seguido y me gustaba mucho porque era un paseo largo desde la casa de ellos. Mis abuelos vivían en Recoleta, en un barrio que ahora se caracteriza por ser una villa de abuelitos, donde todos se conocen y se ayudan. Los vecinos sabían quién era yo. Mi abuelito me sacaba a pasear en el coche. Más grande, yo salía a jugar cuando la señora Helia barría la calle y me despedía de ella, cuando pasaba el furgón a buscarme para ir al colegio, en primero básico.

De ese paseo de fin de semana, de ir donde mi tía Isabel, recuerdo que teníamos que llegar hasta Américo Vespucio y tomar la carretera de La Pirámide. Para mí era casi un día completo. Para llegar hasta esa carretera había que pasar por diferentes poblaciones. Una de esas era la Angela Davis, donde los niños paraban de jugar a la pelota para que pasaran los autos, compraban cubos de agua con sabor a frutas en las casas de las vecinas y los perritos de la calle eran los suyos. Eran igual que yo. Siempre me llamó la atención que un barrio tuviera ese nombre, era como de actriz de cine. Cada vez que le preguntaba a los adultos por qué se llamaba así la población, recibía respuestas diferentes. “Era una comunista”, decían algunos, “una política”, decían otros. Mi abuela -dueña de casa nacida en el sur, hija y esposa de militar- sólo me respondía que era “una mujer importante”. Una y otra vez sólo recibía esa respuesta.

El tiempo pasó. Luego de muchos años pude leer y conocer el valor de Angela Davis. Una mujer que luchó contra toda la maquinaria asquerosa que significaba el gobierno estadounidense, especialmente el de Nixon, y que defendió a las minorías: a los negros, las mujeres y los homosexuales. Ella misma, una brillante profesora de UCLA que tuvo la suerte de impulsar sus estudios mediante becas y esfuerzo cuando los negros en EEUU aún no podían estudiar, era lesbiana declarada y alumna destacada de Marcuse. Peleó contra todo. Fue acusada de delitos que jamás cometió, estuvo más de un año en la cárcel y gracias al apoyo de una parte de la ciudadanía de ese país, logró salir airosa, después de sufrir mucho. La población de Recoleta recibía el nombre de esta mujer increíble porque una vez, de visita en Chile durante los años setenta, donó dinero para desarrollar las instalaciones eléctricas y de agua potable del sector, cuando esto aún era una toma.

Mi mamá siempre me contaba que mi abuela hacía todo lo doméstico por ella. Que si no sabía hacer ni un huevo frito, era por culpa suya. “Nunca me dejó hacer nada en la casa, pero cuando volvía con un 6,5 en una prueba, no me felicitaba y me decía que podría haber sido un siete”, me contaba. Que si tenía que desvelarse estudiando en la universidad, el desayuno iba a estar servido temprano, con pancitos calientitos y té, pero que tenía que estudiar. Mi mamá siempre me contaba que a mi abuela le daba lo mismo desvivirse por ella, que le daba lo mismo que no aprendiera a coser ropa, cocinar o planchar, siempre y cuando pudiera salir de ahí valiéndose por sí misma, sin tener que depender de un marido o de un tercero. Resguardando los contextos y los años, ella me crió de la misma forma.

Siempre que pienso en Angela Davis, pienso en mi abuela. En lo diferentes que eran en la superficie, pero que algo las unía. Susana, mi abuela, nunca se hubiese declarado como una mujer feminista. Era una dueña de casa amorosa, quizás la mujer más solidaria y sabia que he conocido. Pero también era rigurosa. Tenía ideas claras. Ideas que nos traspasaba de maneras sutiles, en el día a día y de forma muy subterránea. Lo único que quería para mi madre y también para mí, es que pudiéramos conocer el mundo y vivir en él en completa libertad. Que estuviéramos preparadas para enfrentarnos solas a lo terrible que se nos pudiera presentar. Porque ella bien sabía lo triste e injusto que podía ser el mundo para una mujer. Porque lo vivió. Nos crió para desarrollarnos diciendo lo que pensábamos y haciendo lo que quisiéramos, aunque ella no pudiera hacerlo.

Ayer 26 de enero estuvo de cumpleaños Angela Davis. Y con quince días de diferencia, murió mi abuela, hace once años. Me acuerdo de las dos y todos los días agradezco a Angela por los libros, por su lucha, por inspirar a los Rolling Stones. Y a Susana, a Susana le agradezco haber sido mi segunda mamá, por considerarme siempre una niña inteligente, por enseñarme a leer entre líneas, hablar en códigos, por crear nuestro propio lenguaje, nuestra forma íntima de entendernos. Una herramienta clave de sororidad. Espero que, sin haberlo visto con sus propios ojos, sepa que tanto mi madre como yo, nos sentimos inspiradas todos los días. Y que su trabajo, su esfuerzo y su enseñanza implícita a la mirada del resto, se quedaron en nosotras.

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