quererNOver: remedio para la memoria

Ayer una línea se extendió por el pavimento de la Alameda entre Morandé y Plaza Italia. Se trató de un grupo de personas que recostadas sobre el suelo a la orilla de la calzada norte, entregaron su cuerpo a la memoria. La acción titulada quererNOver hizo un llamado a que 1210 personas se acostarán durante 11 minutos en el suelo, representando a los más de mil que detuvieron, torturaron e hicieron desaparecer durante la dictadura.

Yo fui a sacar fotografías y asumo que me fue difícil: ver a personas de diversas edades, tumbadas en el suelo, inmóviles, asumiendo el papel de los que no están; pensar en ellos, que yacieron así, pensar que muchos murieron sin nadie al lado, sin mirar el cielo, sin tener luz. Pensar en quienes aún los están esperando. Fue emotivo, muy fuerte. Pienso, también, en los que fotografiaron el verdadero horror en aquellos años, les rindo todos mis honores.

Vi a personas detenerse con la acción y emocionarse. Vi a otras apenas mirar y seguir con su rutina. Ahora pienso que algunos tienen razón cuando dicen que el país está dividido, pero no es que esté dividido en dos versiones o puntos de vista de lo que pasó históricamente, el país está dividido en eso: personas que son capaces de detenerse, de mirar, de emocionarse, de empatizar con el otro y personas que prefieren no detenerse, no mirar, no saber nada, no meterse mejor en lo que no les incumbe. Pasa a cada rato: cuando asaltan a alguien; cuando hay violencia machista en la micro, en la escuela, en los medios; cuando sabemos que el vecino le pega al hijo para que se porte bien. Mejor no meterse, mejor no opinar, si así son las cosas no más po, si no tiene que ver con uno. Pero siempre tiene que ver con uno. Ese cuento se lo han tragado, también, fácilmente varios de mi generación, estoy segura que ustedes también han oído a algunos decir: “No hablo de política” “No le creo a ninguno, izquierda y derecha es lo mismo”. Como si politizarse fuera malo. Como si politizarse fuera seguir a los políticos.

Me imagino que quien presenció quererNOver ayer desde algún edificio, dio cuenta de una larga línea cruzando Santiago, leí en varios reportes a gente decir que la acción simbolizó la cicatriz que tiene este país. Yo diría que más que cicatriz, Chile tiene una herida. Una herida ardiendo. Una herida que, además, quienes tienen el poder de hacerlo no han sabido/querido curar.

Ayer en la intervención hablé con una mujer que tenía a su hermano desaparecido y que pensaba que si aquel mínimo gesto lo rescataba —al menos— del olvido, entonces, valía la pena; se me apretó el corazón. No me imagino sobrellevando algo así y hay tantas personas que llevan 40, 30, 25 años cargando esa rabia, esa ausencia, esa tristeza. Desde más o menos mediados de agosto, he visto y leído un montón de cosas que apuntaban a hoy, a los 40 años del día en que Chile blablablá. He visto en tantos otros rostros la mujer con la que conversé y su historia. Escuché, también, como el presidente Piñera en el acto oficial, llamó a la reconciliación y a superar los traumas del pasado.

Con todo eso en el aire, cada cosa que reflexiono apunta a lo mismo: ¿Cómo  algunos pretenden se puede avanzar en un país sin justicia? Chile, antes que cualquier otra cosa, necesita justicia. Y no estoy hablando de la justicia que otorgan los tribunales, estoy hablando de una justicia moral —quizás— tan trascendental como la que promueve la ley, estoy hablando de que Chile aún no oficializa la historia, que en tantas aulas todavía se puede enseñar que hubo un “Gobierno Militar” y no un “Golpe de estado”, que es legitimo que Manuel Contreras salga diciendo todo tipo de aberraciones y es, mediáticamente, tan válido su testimonio —como verdad— al de un familiar de Detenido Desaparecido. Pienso que mientras Chile, en lo político y público, no oficialice la historia: los torturados, las violaciones, los desaparecidos; mientras se pueda seguir negando como si nada, mientras se pueda homenajear a torturadores, mientras no se busque la verdad con ahínco, no podemos hablar de justicia, y sin justicia, pierde sentido toda idea que proponga un país que avanza y se reconcilia.

Yo no quiero un país que avance dando la espalda a su lado humano y sus raíces. No quiero un país que siembre sobre un suelo al que no han vuelto todos. Por eso, agradezco lo que viví ayer entre Morandé y Ahumada. Agradezco a esas personas que asistieron para simbólicamente marcar durante once minutos la ciudad y recordarle a esta sociedad que aún hay una herida abierta. Me hizo feliz ver a varios jóvenes, porque creo que éste es un tema del que nosotros también debemos hacernos cargo, no olvidarlo, no silenciarlo, actuar al menos en coherencia con esa justicia simbólica que mencioné antes. Yo no quiero que los que llevan tantos años en esa búsqueda, se mueran esperando sin saber dónde están, suena crudo y por lo mismo. Ver a tanta gente linda ayer es síntoma que una parte de la sociedad está cambiando. Que el miedo está quedando atrás. Pero es hora que esos cambios toquen las aristas de poder. Es hora de perder la pasividad ante ese discurso cínico de reconciliación. De dejar de creer que no nos compete; porque sí, nos compete. Hay que dignificar a quienes entregaron su vida para devolvernos la —ya un tanto mancillada— libertad.

Gracias a quienes, con un poquito de voluntad y coraje, mantienen viva la memoria.

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